En días de nostalgia, y en ocasiones de manera perpetua, tendemos a pensar que “todo tiempo pasado fue mejor”; que la vida que tuvimos alguna vez fue más placentera que la actual; que las relaciones, los ingresos, la gente que nos rodeaba, el lugar que habitábamos y otras cosas más eran tan maravillosas como las quisimos guardar en los recuerdos.
Detenemos la mente en ese momento donde todo parecía tan estupendo y lo magnificamos de tal manera que parezca mucho más perfecto de lo que realmente lo fue.
No está mal revivir en la memoria lo que nos hizo felices: la alegría, los abrazos que nos dieron, lo alcanzado en una u otra etapa; ver el vaso medio lleno de la vida recorrida es una manera de reconocernos y darnos impulso. Pero dejar estacionado el vagón allí para siempre, y darnos consuelo, pensando que ya las cosas no volvieron a ser como nos obsesionamos en recitarlas, no es sano ni justo con nuestra historia.
Hace unos días, viendo la cuarta temporada de Emily en París, la exitosa serie de Netflix, Emily revivía en una conversación con el chef Gabriel todo eso que en una época la hacía plena, en una especie de añoranza para afirmar que los tiempos idos fueron buenos y que, en cambio, los actuales estaban llenos de nubarrones. Entonces, Gabriel le habló de esa tendencia a romantizar el pasado: pensar que lo que pasó era sublime y que nunca hubo adversidad, cuando en verdad sí existieron montones de dificultades que ahora ella no era capaz o no quería remembrar para ratificarse en que la vida le estaba costando demasiado. Algo que, a la vez, terminaba victimizándola, para encontrar consuelo en ello.
Aquella conversación no pudo ser más clara sobre lo que nos pasa decenas de veces: autoinfligirnos y sentir lástima de nosotros mismos es tan humano, pero a la vez puede ser tan tóxico, si dejamos que ese sea el sentimiento que nos defina y acompañe. Está bien sentirse vulnerable, abrazar esa vulnerabilidad y tomarla como punto de referencia para sanar y continuar el camino. Hacer los duelos emocionales es necesario, para luego secarse las lágrimas y avanzar, siempre avanzar.
En su libro autobiográfico Vivir para contarla, el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez dejó esta frase memorable: “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Elijamos cómo queremos recordar y contar la nuestra, dejando en su justa proporción lo que hizo daño y permitiendo que las cicatrices sean la enseñanza de lo que pasó para no repetirlo, mientras que los triunfos sean la certeza de nuestra grandeza y de lo que podemos lograr cuando decidimos hacerlo.
La nostalgia del fin de año es propicia para evocar la familia, la música y las sonrisas. O puede también ser una pesadilla que nos sumerja en un llanto tatuado en el corazón del que es imposible salir. Cada quien decide qué camino tomar, y es ahí cuando vale la pena cuidar la subestimada salud mental y la oportunidad de cada nuevo día, antes que la conmiseración propia que acongoja.
Romantizar el pasado para evocar todo lo bonito y grabar una sonrisa de gratitud en el alma estará bien, siempre y cuando tengamos la perspectiva de esa luz que nos ofrece cada nuevo día y los años que tenemos por vivir y disfrutar. Y a todos quienes pasan por aquí, ¡‘felijaño’, hoy y siempre!
@pagope