En la actual campaña presidencial se puede ver en la práctica cómo se manifiesta el principio dialéctico taoista de que una cosa llevada a su extremo se convierte en su contrario. Hay tantos candidatos participando que dicen que la cifra llega a entre ochenta y cien, que la democracia no se ve por ningún lado, si por ella se entiende la posibilidad de que los electores escojan entre diversas propuestas la que mejor les parezca. Cien personas tratando de hacerse notorias terminan anulando los programas, las propuestas y el debate en sí mismo. Porque, además, ¿qué debate puede haber con tanto personaje para atender?

La mayoría de los candidatos son relleno, como Temístocles Ortega, Luis Carlos Leal, Juan Carlos Saldarriaga, Olimpo Espinosa, Daniel Palacios y Miguel Ángel Pinto. Otros tuvieron sus quince minutos de fama para desvanecerse en su propia trivialidad, como el empresario paisa que todo lo quería resolver dando ‘balín’, o Camilo Romero.

Esta hipertrofia de candidatos en el fondo es una debilidad de nuestra democracia. El abuso y la laxitud de los mecanismos de participación política produjeron un debilitamiento de los partidos organizados, reforzando la tendencia que viene desde tiempo atrás, resultado del caciquismo y el nepotismo. La práctica del modelo gobierno-oposición que estrenó el expresidente Virgilio Barco en la era post Frente Nacional, tampoco logró que los partidos se comportaran como tal; las leyes y reformas constitucionales posteriores no evitaron que fueran un sancocho de microempresas políticas locales y por eso los partidos hoy solo son participantes de alianzas en las que hay de todo, más que impulsores de candidatos propios.

En las elecciones de 2022, por ejemplo, solo Rodolfo Hernández participó por su propio partido. De resto eran amalgamas como el Pacto Histórico que tenía izquierda tradicional relativamente fuerte como el Partido Comunista, el Polo Democrático y Colombia Humana, junto con otras dos decenas de organizaciones como Gente en Movimiento, de Mauricio Lizcano, quien luego sería ministro de Gustavo Petro, pero antes había trabajado en la campaña de reelección de Álvaro Uribe Vélez; ahora es opositor de todos los tres presidentes anteriores a juzgar por sus vallas de campaña.

En esa campaña, Sergio Fajardo, secundado por Luis Gilberto Murillo, participó en una coalición llamada ‘Centro Esperanza’ que no logró pasar a segunda vuelta y buscó acercarse a Rodolfo Hernández. En el Equipo por Colombia, que unía la fuerza de la derecha, estuvo el Partido Conservador, que luego se unió a Rodolfo Hernández y terminó aterrizando en la coalición de gobierno de Gustavo Petro.

Las elecciones de 2022 fueron el punto de mayor inflexión en la coherencia y la ética política colombiana. Ya sea con la excusa de buscar la concordia para cogobernar, o la defensa de ‘el proyecto’, tanto partidos como las múltiples formas de hacerse parte de una elección presidencial que tiene la ley, llevaron a situaciones risibles en una democracia fuerte y organizada.

El proceso electoral por el que estamos pasando no es sino el ruido incrementado, literalmente, la algarabía. Pocos están haciendo un esfuerzo propio para que sus votantes potenciales sepan cuál es el programa que los inspira.

En este momento, salvo foros organizados por actores externos como medios de comunicación, gremios y universidades, solo el Centro Democrático muestra un ejercicio de debate interno con base en temas que sus precandidatos deben explicar en una perspectiva como partido. No pasa lo mismo en organizaciones en las que uno esperaría ese tipo de acción política dado su discurso. Lo que sí hay es mucho conciliábulo y ‘cónclaves’.

Exceso de democracia aparente, flacidez democrática en la realidad.