Cuando leí mi código genético por primera vez, lo entendí. Mi receta personal, como la de todos los seres, estaba expresada en letras y números. Somos, letras y números. Igual que un libro, que está compuesto por letras, y por números que señalan las páginas.
Es decir que cada uno de nosotros es una novela, o en realidad varios tomos. El físico teórico y astrofísico Stephen Hawking escribió, en uno de sus textos de divulgación científica, que el código genético de cada ser humano (nuestra receta personal) cabría en 30 tomos de Harry Potter. Verlo de esa manera me resultó revelador.
Así que somos libros ambulantes, portadores de la historia de nuestro linaje, portadores -incluso- de decisiones que no hemos tomado por nuestra propia cuenta: cada expresión de un gen es una toma de decisión, sobre el color de unos ojos, sobre unos rasgos predominantes, sobre el funcionamiento de los órganos que nos integran.
Y si cada novela es una suerte de código genético, cuando leemos, nuestra cadena de números y letras se entremezcla con la cadena de números y letras que ha propuesto ese autor. Y de la fusión nace un nuevo ser.
Cuando un poema se queda a vivir con nosotros, cuando una nueva metáfora nos habita para siempre, cuando unos personajes ficcionados se nos convierten en familiares, es porque hemos sido fecundados por la literatura. De un libro que nos atrapa, no regresamos siendo los mismos. Nos vamos siendo múltiples.
La escritura es una herramienta que debería estar al alcance de cada ser humano, porque, como dice el escritor británico Matt Haig, toda crisis en la vida es en realidad un bache en el relato. Y quien ejercita la escritura como catarsis, como meditación, como forma de pensarse a sí mismo, como forma de dar sentido al mundo, como expresión artística o porque sí, tiene en sus manos un poder que le hace prácticamente invencible: resignificar los sucesos de la vida.
Sobre esta relación apasionante entre genética y escritura hablamos el fin de semana con Águeda Pizarro, en su Encuentro de Mujeres Poetas, ese acontecimiento mágico donde la palabra escrita, leída y compartida, fue celebrada. Una ciudad como Cali, un departamento como el Valle del Cauca, un país como Colombia, tan lleno de relatos heridos, necesita de la lectura y la escritura para volver a contarse a sí mismo. Y, esta vez, contarse mejor.