El padrino de la boda me mostró su reloj de pulso antiguo. Me gusta leer las contramarcas y las series de relojes; supongo que los que somos lectores leemos muchas otras cosas aparte de libros y diarios.
Coincidencias, por ejemplo.

La contramarca del reloj ruso decía 395, y porque suelo tener muy buena memoria -lo que no siempre es un don sino una carga- el número se me quedó grabado en la mente.

Horas después llegamos al lugar de la boda y en el muro de la entrada, marcando la dirección indicada, leí 395. Le hice notar al padrino que la contramarca de su reloj y la dirección de la pared del lugar donde se casará su hermano son exactamente iguales.

Recordé que hace años, en una mudanza, mi hijo sin querer rompió un reloj y dentro del sistema metálico quedó a la vista el número de serie, 612, y era exactamente el mes 6 y el día 12 de la mudanza.

Como si el reloj quisiera que yo supiera que el momento era correcto, que no debía preocuparme; que nuestro lugar en aquel espacio y tiempo llegaba a su fin, trazado por la mano invisible de, tal vez, un relojero universal.

Un relojero que ajusta los mecanismos y los engranajes, que convierte minutos en siglos y décadas en briznas de la memoria.

O una escritora que por momentos les revela su firma a los personajes, para que sepan que no están solos.

Que no estamos solos porque hacemos parte del gran relato de números y letras, y qué es un libro sino números y letras, y qué es nuestro código genético sino números y letras. Tan parlantes y llenas de sentido los unos como las otras.

Los novios marcaron el interior de sus argollas con la fecha del día de la boda, y con el signo del infinito como señal de que algunos lazos no vienen de esta dimensión espacio temporal sino que tienen vocación de trascendencia.

Luego cantaron juntos el Aleluya, signo de júbilo tan antiguo pero siempre nuevo.

Así cada generación deja huellas en las contramarcas de argollas, de contratos, de actas de nacimiento o defunción, pasaportes, relojes, placas, actas, con la esperanza de no ser una brizna, sino esa aspiración a la eternidad que está grabada en el reverso de nuestro cuerpo finito.
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