No nos dimos cuenta. La inercia nos fue llevando, mientras la casa se fue resquebrajando de a poquitos, como si el tiempo le estuviera pasando factura y ya no hubiese más remedio que verla desvanecer. Adentro, sus habitantes, usted y yo, viendo con dolor lo inevitable. Quizás presos del miedo, ese que ya no nos deja disfrutar el fresco de la esquina, la brisa de las cinco o el sentarnos en una panadería a comer alguito, sin tener que esconderlo todo. Nos dijeron que no había que dar papaya y esa frase se convirtió en un tatuaje que llevamos en la piel caleña.
Quizás también la resignación nos hizo pensar que no somos nada para detener el acabose. Las calles se fueron acabando, las fachadas significativas, afeando; los barrios tradicionales, asfixiando; la moral desapareciendo, la furia gobernando y el amor propio se fue esfumando. Las nostalgias de una Cali pasada, donde el civismo del que tanto nos vanagloriamos, se asoma en cada discurso para decir que sí, que algún día fuimos, como el que en su otoño recuerda lo que alguna vez tuvo para no sentir el vacío. Las nostalgias de una Cali más reciente, en la que al menos había algo de respeto por el otro, donde las vías eran funcionales y la ciudad fluía, esas sí que nos dan duro. Antes del paro del 2021 las cosas ya no iban tan bien, pero luego de él empeoraron y el alma de la Sultana del Valle se resquebrajó y sus pedazos quedaron esparcidos en el suelo de una ciudad que ya no reconoce, que se asombra de cada cosa que pasa en ella; que se perdió en el caos y una anarquía jamás vista.
Carros y motos en el carril del MÍO, motociclistas que paran la circulación para pasar ellos o llevar sus muertos, los ya tradicionales e inacabables disparos en las caravanas fúnebres; el parrillero hombre prohibido, que se burla del desgobierno; los robos en el semáforo, en el MÍO, en todas partes; los videos de cada día, con atracos e infracciones a granel; el ruido del que en su negocio se extiende hasta el otro día porque no le importa el sueño del otro y sabe que puede hacer lo que le dé la gana… esa desazón permanente cada vez que revienta un nuevo escándalo por denuncias de corrupción pública, que parecen no tener fin.
Al final, todo esa confusión reinante se queda en nuestras charla entre vecinos, en redes sociales, en análisis que hablan de nuestra frustración y en donde las comparaciones con otras ciudades del país, ahora más competitivas que la nuestra, aparecen como argumento para demostrar lo perdido.
Sí, hay culpas que no son nuestras, sin duda. Y la actitud arrogante con que se recibe la desaprobación de la ciudadanía, así como las palabras destempladas frente a las mismas nos suman a ese sentimiento de desesperanza y enojo. Pareciera que estamos tocando fondo y es justo ahí donde está la oportunidad de levantarnos, inspirados en esa filosofía de vida que llamamos resiliencia. Sí, eso es lo que necesitamos hoy.
Levantarnos, sumar, construir, hacer. Pasar de la crítica cómoda, a la acción. Entender que esta es nuestra ciudad y nos necesita. Pero también requerimos de liderazgos valientes, en lo político y lo privado, que nos ayuden, que se despojen de sus intereses y recojan las banderas de una Cali golpeada, que tiene todo para ser grande, con el capital más importante: su gente.
Ya es hora de volvernos a enamorar de esta ciudad, si es que alguna vez la dejamos de amar. De no permitir que se desdibuje en la desolación y el desgreño, y que hay tanto pero tanto que se puede hacer por ella.
Fíjense, hoy termina una preciosa Feria del Libro en el Bulevar del Río, en la que hubo más de 600 eventos y la ciudad se vio viva. Necesitamos decenas de espacios como este, todo el año, pero lo que más necesitamos es devolverle el alma a Cali, esa que la hizo atractiva en el país y en el mundo; permitirle soñar y sentirse segura, pujante, resiliente, ejemplar. No puede ser tan difícil si lo hacemos desde los actos pequeños y cotidianos hasta los grandes, y en los que se requiere transparencia para volver a confiar. Sé que se puede, no podemos perder más. Necesitamos ingenio y decisión para lograrlo. ¿Se anima a sumar?
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