Hay quien cree que el fútbol se trata solo de 22 tontos corriendo detrás de una pelota, frente a otros tontos que les aplauden. Hay quien cree que se trata solo de un vulgar negocio en el que unos pocos ganan millones dólares, mientras millones de personas mueren de hambre. Hay quien cree que se trata solo de derrotar al rival marcando un gol. Y hay quien cree que se trata no solo de derrotarlo, sino además de humillarlo, aniquilarlo, borrarlo de la existencia.
Cada quién decide lo que quiere creer y en un mundo libre eso está bien, pero yo sigo pensando que el fútbol es mucho más que eso.
Más allá de la ilusión, la angustia, el dolor o la alegría que hay detrás de un marcador final, nunca ha dejado de sorprenderme lo que el fútbol representa como creación del hombre. Creo que, junto a la música y la literatura, el fútbol es uno de los tres grandes ‘artefactos’ mágicos –si se me permite el inadecuado uso de ese término– que la especie humana ha creado para no olvidar su más profunda esencia.
Porque el fútbol se trata, realmente, de eso: de recordar. Lo que nos heredaron, lo que ganamos, lo que perdimos, lo que aún anhelamos. En otras palabras, es un lazo que nos conecta con lo que fuimos, lo que somos, lo que soñamos ser.
El balón que rueda es, en realidad, una máquina del tiempo. Alguien recuerda sus días de infancia feliz detrás de una pelota en la barriada.
Alguien rememora la presencia de un padre que lo llevaba al estadio.
Alguien celebra la vida de un abuelo centenario que aún vibra por su equipo amado. Alguien abraza a su gran amor, o lo extraña hasta las lágrimas, cuando se produce el milagro del gol. Alguien lucha en la oscuridad de sus abismos para seguir respirando, gracias al recuerdo de un triunfo, de un ascenso, incluso de una derrota. Alguien entiende que siempre habrá otra oportunidad, un segundo tiempo, la promesa de una revancha el domingo.
Pero creo que hay todavía mucho más por entender. El fútbol es un collage capaz de reflejar mucho de lo que han dejado miles de años de evolución del hombre. En él se condensan las leyes de la física y las expresiones de la plástica; la cadencia de la danza y la estrategia de la guerra; la valentía y la cobardía; el heroísmo y el egoísmo; la solidaridad y la resiliencia; y no hay que negarlo, también los genes oscuros que mueven la violencia.
Ser hincha, entonces, es un potente acto que va mucho más allá de defender una camiseta. De alguna manera, es una forma de reconciliarnos con lo que somos: nada más que un montón de huesos, sueños y contradicciones. Cada quién decide qué aprender y con qué quedarse.
En mi caso, aprendí a esperar. Eso me lo enseñó el gran Deportivo Cali, que acaba de alcanzar su décima estrella dando una lección de humildad, autoridad y dignidad. El mismo al que un día decidí amar de alguna manera que no termino de entender muy bien, pero a la que ya no le busco explicaciones, aunque no dejara marcada en mi infancia la huella feliz de un título.
Aunque supongo que celebré en brazos de mi padre el que se dio cuando llegué al mundo, en 1970, y también el de 1974, poco antes de que él muriera, en realidad tuve que esperar 25 años para sentir lo que es un título propio. Eso nunca importó. Después fui compensado por el destino con otros, especialmente los dos que le dieron la bienvenida al mundo a mis hermosas hijas. Y no hubo momentos más felices.
Porque el fútbol también es eso: aprender a recibir las sabias lecciones de la espera. Y convertirlas de repente en un ‘Amor de primavera’.
Gracias, glorioso Deportivo Cali, por el regalo de esta Feliz Navidad. Y por las luces y las sombras del camino andado. Y por recordarnos hoy la melodía con la que siempre te esperamos: “Maestra vida, camará; te da y te quita, te quita y te da”.