La Biblioteca de Alejandría nace del delirio de un faraón, Sóter, primero de la dinastía Ptoloméica, antiguo general de Alejandro Magno, a quien le toca ese pedazo del imperio conquistado, el más pequeño, pero el más rico. Funda la ciudad como capital del nuevo Egipto griego y el museion, con su biblioteca anexa, para darle prestigio. Llega a ser el más importante centro de estudios del mundo antiguo; gigantesco archivo de toda la cultura de entonces, que era griega. No parece ser cierto que Julio César la haya incendiado a propósito. Sobrevive a Antonio y Cleopatra, la última de la dinastía, pero va decayendo. En realidad, acaban destruyéndola los cristianos coptos en el Siglo IV, que la veían como un peligroso reducto del paganismo frente a las sagradas escrituras, peligro que aún se teme.

Por siglos los documentos de la Biblioteca fueron rollos de papiro, largas tiras de cáñamo con las fibras cruzadas para darle consistencia, sobre las cuales se escribía por un solo lado con letra minúscula y seguida para economizar espacio. Una comedia de Aristófanes o una tragedia de Esquilo podían llegar a 42 metros. Era un soporte frágil; un papiro bien conservado podía durar dos siglos, más práctico eso sí que las tabillas de arcilla, difíciles de almacenar. Fue toda una innovación cuando, ya en tiempos del cristianismo, se comenzó a escribir en pergaminos hechos con pieles de oveja. Durables, aunque costosos; un evangelio podía necesitar un rebaño. Pero han llegado hasta nosotros. El gran descubrimiento fue sin embargo el papel, ligero, durable, barato, cuyo reinado de siglos amenaza hoy el texto digital.

El otro gran descubrimiento, comparado quizás a la rueda, al fuego o a la política, fue el alfabeto. La escritura nace como un recurso contable, para enumerar y describir patrimonios, aunque poetas y cuentistas siempre ha habido; pero en algún momento maravilloso alguien descubrió que se podían describir todas las cosas con un número reducido de signos. Allí comienza la popularización de la cultura y se supera de verdad lo que había sido desde siempre el impreciso depositario de los conocimientos: la memoria y la tradición oral. Cada quien, olvidando, corrigiendo o añadiendo algo.

En ese proceso de tradición oral y fragilidad de los manuscritos casi todo se perdió. Pero lo poco que sobrevive es la base de la cultura occidental: Homero, Aristóteles, Hesíodo, que son aún los fundamentos de la literatura, la filosofía y la historia. La Ilíada y la Odisea, donde todo está dicho, que llegan hasta nosotros porque algún bardo memorioso recogió en un texto años y años de tradiciones orales. Algunas comedias y tragedias, y algún poema. Todo gracias a la Biblioteca de Alejandría.

En el principio era el verbo. Irene Vallejo, joven y bella doctora en filología de las universidades de Zaragoza y Florencia, especializada en el mundo antiguo, ha recogido en un texto erudito lleno de encanto y anécdotas que se lee con facilitad, lentamente, saboreándolo, para que no se termine, estas historias no tanto del libro como de la palabra escrita. Con el más afortunado de los títulos: El Infinito en un Junco, para significar como esas cañas de papiro que recogían los barqueros a las orillas del Nilo, fueron un primer refugio sin límites ni fronteras.