Esta semana, como se esperaba y a pesar de las sanciones y advertencias de Occidente, Rusia entró por tierra, aire y agua a Ucrania, confirmando su intención de derrocar el gobierno y adueñarse de este país soberano. Esta injustificada invasión es el primer ataque de un país a otro en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, y despierta temores reales de un escalamiento nuclear. Putin, armado de su poder militar y su fábrica de mentiras, avanza en su búsqueda de la gloria del pasado.
Las reacciones, veloces e insuficientes, no lo van a detener. Estados Unidos anunció severas sanciones al círculo más cercano de Putin, incluyendo a su Ministro de Defensa y Jefe de Gabinete, e impuso restricciones a las exportaciones americanas y las operaciones bancarias. El equipo de Biden incluso intentó ingenuas e infructuosas conversaciones secretas con China para que sirvieran de contrapeso.
Por si acaso, Biden envió algunas tropas defensivas a Polonia, junto con un puñado de aviones de guerra y helicópteros artillados. Europa se unió a las sanciones y suspendió indefinidamente el proyecto Nord Stream, un negocio polémico para Europa y jugoso para Rusia que abastece a los europeos de gas natural. La Otan, tras fracasar en la vía diplomática a pesar de múltiples cumbres y mesas de negociación, hoy busca que el aislamiento diplomático y económico a Rusia sea suficiente.
El precio del petróleo y el oro se disparan y las bolsas del mundo tambalean. En Moscú, artistas y ciudadanos protestan. Los ucranianos son sus hermanos, pero a Putin no le importa. En estos momentos avanzan las tropas invasoras hacia la capital con el fin de derrocar el gobierno y montar un comodín. La incursión pinta fulminante y rápida.
Entre los expertos se debaten al menos dos teorías sobre lo que pueda pasar. La primera supone que Putin, ahorcado por sanciones económicas y políticas y junto con la amenaza de cancelación del proyecto energético se verá obligado a frenar sus intenciones expansionistas. Que este incidente fortalecerá la unión de los americanos con los europeos y debilitará a Rusia. Es la apuesta tímida de Occidente y suena demasiado optimista. Otros temen que lo que pretende el ex-KGB es dar reversa a la disolución de la Unión Soviética a toda costa, y no se detendrá hasta lograrlo. El riesgo de escalamiento en esta versión es miedoso. Es fácil imaginar una incursión de espacio aéreo en Polonia o Rumania, en Latvia o Rumania, todos países de la Otan. Cualquier hostigamiento, cualquier error generará una reacción de esta organización. Si Putin escala de esta manera, el riesgo de una guerra no es descabellado.
La invasión de Ucrania ha mostrado una vez más la debilidad de Occidente contra el bloque Rusia-China. A pesar del consenso que existe entre la Unión Europea y Estados Unidos en sus condenas a Rusia, el bloque no tiene mucho más que sanciones y amenazas como contrapeso.
Dentro de Estados Unidos el panorama es todavía más complicado.
Biden, que en campaña prometió ser una contraparte contundente para Putin, hoy recibe críticas por todos los flancos. Los republicanos conocedores de la Guerra Fría lo acusan del fracaso en los intentos diplomáticos, y de ser demasiado débil en el alcance de las sanciones.
Donald Trump y sus seguidores celebran con euforia a Putin y se quejan de un gobierno que piensa en el resto del mundo por encima de los asuntos internos. Los demócratas, igualmente divididos, no tienen una trayectoria coherente de política exterior. En todo caso es muy obvio que nadie tiene apetito para librar una guerra en el otro lado del mundo.
En vísperas de su discurso de Estado de la Unión Joe Biden no ha logrado un discurso contundente de unidad. Los tambores de guerra suenan a la distancia, haciendo eco y sembrando miedo en todos los rincones del mundo. En América Latina los aliados de cada lado ya se hicieron escuchar. Las primeras bajas de esta guerra innecesaria serán los ucranianos inocentes, pero la mayor víctima es la propia democracia.
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