Faltan pocas semanas para las elecciones presidenciales de Estados Unidos y el ambiente está revuelto. No es para menos. Los contagios y muertes por coronavirus en Estados Unidos siguen creciendo de manera desenfrenada, las calles de las principales ciudades son escenario diario de descontento, de protestas pacíficas y no tan pacíficas; la policía antimotines está en alerta roja y las cifras de desempleo hunden las ilusiones de un veloz repunte económico.
En medio de la triple crisis americana se eleva la voz del presidente Trump, quien al encontrarse por debajo de su rival Biden en las encuestas, ha decidido construir una gran tormenta de distracción. El presidente, que desde hace varios meses intenta sembrar dudas sobre el proceso de votación por correo que se lleva a cabo masivamente debido al virus, primero sugirió, en un gesto muy antidemocrático, posponer las elecciones hasta tener una vacuna. Ni sus más leales escuderos apoyaron la moción. Para respaldar su planteamiento emprendió una campaña de desprestigio contra los servicios postales y el sistema de voto por correo, que según él será una herramienta de manipulación de los demócratas y un foco de corrupción. Ignoró que en EE.UU. el sistema funciona hace varios años y el margen de error que tiene el proceso no favorece a un lado frente al otro.
Su segundo dardo llegó esta semana, cuando una vez más cuestionó la integridad de las elecciones, pero fue más allá, al afirmar que no aceptaría los resultados si llegara a perder. Su argumento se centró en un supuesto “desastre” en las papeletas de votación, y la posibilidad inminente de fraude en su contra. Una vez más, su equipo intentó reversar el daño y desmentirlo, y hasta Mitch McConnell, fiel aliado y presidente del Senado lo contradijo. Trump no desistió, y se empeñó en ahondar el lío al final de la semana al negarse a garantizar una transición voluntaria del poder.
La noticia dio vuelta al mundo, y recordó a los que viven bajo gobiernos autócratas, que los dictadores usualmente llegan por medio del voto y se convierten en dictadores cuando se niegan a dejar el poder. Hay incredulidad global, al pensar en la posibilidad de que se interrumpa la democracia americana, considerada como ejemplo de libertad. Para los leales votantes de Trump, las palabras son un llamado a resistir a toda costa en caso de un triunfo demócrata. Para el resto, es una muestra del debilitamiento de las instituciones del país tras cuatro años de desacato y corrupción, con la complicidad de un Senado republicano aferrado al poder. Los abogados constitucionales y columnistas de los grandes diarios analizan la probabilidad de un caos, y algunos incluso apuntan que en caso de resistir Trump, los propios militares podrían retirarlo ‘de forma pacífica’ de la Casa Blanca. Parece mentira.
La amenaza es preocupante, pero los números la convierten en improbable. La única manera de sembrar el caos es si el resultado inicial de la elección es muy ceñido. A poco más de un mes de las elecciones las encuestas tanto a nivel nacional como en los Estados decisivos, apuntan a un triunfo más holgado de Joe Biden, aunque después de los equivocadísimos pronósticos favorables a Hillary Clinton en las elecciones 2016, pocos confían en los números. Faltan aún los debates cara a cara, que empiezan esta semana y donde el conciliador y a veces distraído Biden enfrentará al contendor más agudo y peligroso de los últimos tiempos. Aunque estos enfrentamientos televisados no alteran demasiado el resultado, serán una oportunidad para que Trump intente debilitar a su rival, que ha diseñado su campaña sin confrontación directa, dejando que el Presidente se derrote a sí mismo.
Si las tendencias siguen como van, el 3 de noviembre, o unos días después, habría un presidente demócrata y posiblemente una mayoría de ese partido en ambas cámaras del Congreso. Pero cualquier suceso en los próximos días podría voltear la balanza. Donald Trump es el rey de lo impredecible.
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