En los Estados Unidos de Trump los periodistas trabajan en doble jornada. Durante el día cubren las noticias del momento, y por la noche analizan las reacciones del presidente en Twitter. Esta semana no ha sido la excepción. La tormenta desatada por el despido del director del FBI ha revivido los recuerdos de Watergate, enfrentado las diferentes fuerzas de mando de la Casa Blanca, y puesto al propio Trump contra las cuerdas.

El telón de fondo de esta película es la investigación criminal que adelantan el Departamento de Justicia de Estados Unidos, el FBI, y el Congreso, sobre la influencia del gobierno ruso a favor del candidato republicano en la pasada campaña electoral. Desde ahí se enreda la cuerda, pues el nuevo Fiscal General y encargado de la investigación nombrado por Trump, el exsenador Jeff Sessions, tuvo que declararse inhabilitado de la investigación por sus conversaciones secretas con diplomáticos rusos. En el FBI, lideraba el controvertido James Comey, el mismo que reveló el escándalo de los correos de Hillary Clinton. En el Senado, el tema quedó bajo la sombrilla del Comité de Inteligencia.

La primera bomba estalló el pasado lunes, cuando Comey fue duramente denunciado, varios meses después de los hechos, por su manejo impreciso de información sobre los correos de Hillary. Las críticas fueron hechas por el propio Fiscal a Trump, quien despidió al director Comey al otro día, citando esta causa como motivo. Inmediatamente quedó claro que había gato encerrado, pues el propio Comey había pedido días atrás más recursos para seguir la investigación de la influencia rusa en la campaña. No fue difícil deducir que la verdadera razón de su destitución era que estaba a punto de dar frutos su trabajo, y que los hallazgos podrían afectar a Trump y su equipo.

Las comparaciones con Watergate no se hicieron esperar. En la sucesión de escándalos que terminaron con la presidencia de Richard Nixon hubo un hecho parecido: Nixon destituyó en 1973 a Archibald Cox, a cargo de investigar el papel de la Casa Blanca del escándalo. Al final, esto sirvió sólo para agitar las llamas y acelerar la investigación. En ambos casos hay tufo de abuso de poder y sospechas de encubrimiento. En el caso de Trump, el Senado ha pedido nombrar de inmediato un fiscal especial, y los demócratas se pronuncian en masa. Mientras tanto, esta misma semana desfiló Trump por la Casa Blanca con el ministro de Exteriores de Putin, seguido por las cámaras de la prensa rusa.

Dentro de esta conmoción, las declaraciones de Trump cada vez son más extrañas. Afirmó que la destitución del director del FBI fue recomendada por el fiscal y vicefiscal. Luego dijo que la decisión estaba tomada desde antes. Y finalmente se disparó en el pie al asegurar que estaba pensando sobre “la cosa de Rusia” y que su frustración sobre esta investigación “inventada por los demócratas” cuando decidió la salida de Comey. Semana de contradicciones, entre el FBI y la Casa Blanca, dentro de la propia presidencia, y hasta en las declaraciones del propio Trump.

Es posible que el escándalo se haya causado sin querer, en una improvisación típica de Trump, muestra de una Casa Blanca conformada por principiantes. Pero las implicaciones son nefastas. Aumenta la preocupación entre ambos partidos sobre la transparencia de Trump, desde ya cuestionada por sus vínculos con Rusia. Además, su agenda en el Congreso se demora y la atención se desvía. Su legado está ahora más que nunca comparado con el de Nixon, recién pasados sus primeros cien días. Y para rematar, subirá el volumen y la intensidad de la investigación. Las réplicas del presidente, que califica todo de invento de los medios, y amenaza con cancelar las ruedas de prensa porque “no siempre es posible decir la verdad”, no bastarán para apagar las dudas. Mientras tanto, en Washington se espera con la respiración contenida la declaración, o- peor aun- un libro revelador del flamante exdirector del FBI James Comey, hoy ciudadano de a pie.

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