El mundo se está muriendo de hambre. Parece mentira, con tanto desarrollo, con todos los avances de la ciencia y tecnología, con la globalización y las facilidades de desplazamiento, países millonarios y empresas gigantescas, que una de las crisis más urgentes de hoy sea la escasez de comida. Nos enteramos por los titulares de las noticias en el primer mundo, que hoy en día apuntan a la gravísima falta de fórmula para bebés y le toman fotos los estantes vacíos de los supermercados. La punta del iceberg.
En el resto del planeta la tormenta perfecta ya llegó: el cambio climático ha destrozado la tierra, inundado, derrumbado y quemado miles de millones de hectáreas de cultivos. Se calcula que al menos un 20% de la producción mundial de alimentos se ha visto afectada por temas ambientales. Al cóctel hay que agregarle las interrupciones en las cadenas de suministro causadas por el Covid que afectaron el flujo de alimentos básicos como el trigo y aceites vegetales especialmente a lugares pobres. Y hay más: en China, principal proveedor, las inundaciones afectaron la producción y en India la demanda interna absorbe casi todo. Más recientemente, la invasión de Ucrania por parte de Rusia frenó en seco la producción de granos dos de principales productores del mundo. A medida que avanza la guerra pasa la temporada de siembra, asegurándole al mundo al menos un año más sin suministro. Con los precios de combustibles por el cielo, el transporte se complica aún más.
Los principales afectados, como siempre, son los países más pobres. A pesar de los esfuerzos de distribución de las ONG más grandes, como el World Food Program y otros, la ola de hambre solo crece. En Camerún, Kenia, y Nigeria ya se convierte en crisis, afectando especialmente a mujeres y niños. En el Medio Oriente las familias en Siria y Yemen pasan trabajo para pagar la comida y en el Líbano han subido los precios en un mil por ciento. Para qué hablar Egipto y Turquía, dependientes absolutos de las importaciones de Ucrania y Rusia. La olla está a punto de estallar.
Las repercusiones políticas también están avisadas. Recordemos que la primavera árabe en el 2011 ocurrió como consecuencia de los precios altos de los alimentos. El estallido social que arrasa el mundo tiene un motivo más para explotar, buscando acabar con las democracias que no han podido resolver la crisis, por falta de recursos y mala gestión, y reemplazarlas por populistas mentirosos que elevan banderas de protesta y tampoco resuelven nada.
La revista The Economist le dedicó la portada a la ‘inminente catástrofe alimentaria’. No es para menos. La escasez de comida hoy deja a más de 250 millones con hambre y 440 millones con inseguridad alimentaria. Según la ONU, estos números podrían multiplicarse, con devastadoras consecuencias políticas y sociales. La solución existe, pero requiere medidas de largo plazo para proteger el planeta y disminuir el cambio climático, medidas que están al alcance de los países desarrollados, cuyas metas ambientales se han quedado cortas.
Las campañas mundiales para reducir emisiones deben despojarse de sus colores políticos y poner a funcionar la ciencia. A corto y mediano plazo está en las manos de varios: Las grandes corporaciones y la solidaridad con los consumidores en sus enormes mercados. Las organizaciones multilaterales saltándose los ríos de procedimientos internos para crear un corredor eficiente de suministro y distribución, de la mano de las grandes fundaciones.
La ONU, como en todo, debe hablar menos y ejecutar más. Los gobernantes, dejar de criticar la globalización, pues el proteccionismo crea más hambre, y fortalecer instituciones que garanticen la transparencia y las reglas claras. Como ciudadanos, nuestra parte está en llamar la atención a la inminente tormenta, educarnos en el tema y buscar caminos concretos para hacer parte de la solución.
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