La semana entrante se llevará a cabo en Los Ángeles, California, la Cumbre de las Américas, con Joe Biden de anfitrión. La idea de que Estados Unidos fuera la sede fue de Donald Trump, quien le dejó el encarte a su sucesor. Desde ya se sabe que el evento tiene pocas posibilidades de éxito.

Para empezar, las múltiples Cumbres en sí despiertan escepticismo y hasta burla. En la mayoría de los casos el único resultado es una foto de los elegantes titulares frente a un paisaje vistoso, un puñado de desacuerdos, promesas gaseosas y una resolución sin dientes.

Luego, está el contexto político: en las Américas de hoy, con su gran rompecabezas político, organizar una reunión de líderes y esperar resultados es temerario, no solo por lo extenso del espectro político sino las diferencias de personalidad de cada uno de sus líderes y lo opuestos que son sus planes de gobierno.

Entre Bukele y Castillo hay cielo y tierra, Boric es nuevo y Duque saliente, Maduro no está invitado y Bolsonaro y Andrés Manuel López Obrador no están de acuerdo en nada. Difícil esperar soluciones a temas tan importantes como la inseguridad, la desigualdad, el cambio climático y la inseguridad alimentaria en este patio.

Todo y nada ha cambiado desde la primera cumbre en Miami, convocada en 1994 por un entusiasta Bill Clinton. Se llevó a cabo en un hemisferio entusiasmado con la apertura económica, comprometido con la democracia y sin saber qué hacer con Cuba. En ese momento los temas calientes no eran tan distintos: el desarrollo social, la política antidrogas, la corrupción y el desarrollo social. En ese momento trazaron los lineamientos de un gran bloque comercial que llevó a varias iniciativas de libre comercio.

Desde entonces las Cumbres, cada 3 años, decayeron en resultados hasta la versión de 2018 donde faltaron más de quince mandatarios por el escándalo de Odebrecht. Hoy la controversia es la exclusión de Cuba, Nicaragua y Venezuela por parte de los anfitriones, una decisión que no debería sorprender a nadie dada la política americana frente a países no democráticos. A partir de esta decisión el resto de países escogió su lado del ‘ring’, con boicots, críticas y mensajes cruzados. Falta una semana y todavía no se sabe quiénes van.

Para alborotar aún más el avispero, Estados Unidos manejó la organización del evento a punta de improvisación. Hace solo unos meses no se sabía la fecha ni el lugar, ni mucho menos la agenda. Los Ángeles, a pesar de su enorme población hispana, no es un centro de negocios ni de política regional.

El equipo organizador, liderado por mandos medios del Departamento de Estado, no ha tenido cintura para manejar las crisis. Tampoco es sorpresa, ya que el país está resolviendo asuntos complejos de política exterior, incluyendo la invasión a Ucrania, y la tensa relación con China.
En casa las matanzas con armas de fuego, la inflación galopante y cómo responder la inminente derrota de los demócratas en las elecciones legislativas distraen y ocupan la agenda del alto gobierno. El mensaje es claro: no hay tiempo para las Américas.

Antes de empezar ha sido una muestra más del caos regional y de la ausencia de una política de Estados Unidos frente al hemisferio. Queda solo la conversación alrededor del veto a los tres países de izquierda, que han despertado furia entre los que señalan -con razón- que las libertades y los derechos humanos no se respetan tampoco en El Salvador ni en Brasil y otros invitados, cuyos gobiernos han usado medidas autoritarias para silenciar a sus detractores.

La triste paradoja es que cuando más integración y consenso se necesita, menos posibilidades hay de que un grupo de países a los que les une la tierra, los idiomas, y ante todo los enormes retos a su progreso, se sienten a la mesa a buscar soluciones comunes. Quizás tocará archivar las Cumbres e inventarse una manera de trabajar juntos sin tantas fotos y con más resultados. Quizás las podrían privatizar.

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