No es invento: la democracia está en vía de extinción a toda marcha. Los números son miedosos y muestran la fragilidad de la libertad política.
Según el índice ‘Regímenes del mundo’, el 29% de la población vive en democracia. El resto, por la fuerza o por elecciones, vive bajo la sombra de los autócratas ya sea en dictaduras puras o en gobiernos que dicen tener elecciones para perpetuar sus dictaduras. La tendencia va empeorando, hace veinte años el porcentaje era del 50%.
Los gobiernos represivos crecen en todas las esquinas del mundo, como si se hubieran puesto de acuerdo. Este virus político se propaga en países enormes como China y pequeños como Cuba, pero también en El Salvador, Filipinas, Hungría, países tan distintos entre sí. Se cocina en Colombia, Perú, Brasil y otros, por medio de líderes y candidatos que culpan a las instituciones de todos los males, se saltan las reglas, para ‘llegarle directamente al pueblo’ y así se atornillan al poder.
Sobre las causas del desencanto se ha hablado mucho. Moisés Naím, autor de La Venganza del Poder, resume en tres ‘P’: posverdad, populismo y polarización, las herramientas de los líderes para concentrar el poder. Hay obvios ejemplos de este trío en el gobierno y la campaña actual de Donald Trump, por ejemplo, Madeleine Albright en su libro Fascismo, una advertencia, recuerda que el fascismo y extremismo no discrimina entre la izquierda y la derecha. Explicó que la erosión de la democracia liberal da espacio a líderes que se pintan como enemigos del sistema al tiempo que atacan la prensa, encarcelan la oposición, y pintan las instituciones como rotas y descartables para destruirlas y así ganar espacio y poder ilimitado. Parece haber una especie de hermandad de populistas y partidos de extremos en el mundo que se encargan de replicar el fenómeno, en países con economías y culturas distintas, que tienen poco entre sí, salvo el enojo y el desencanto.
En los últimos meses se ha hablado mucho sobre el resurgir de Occidente. Los países de la Otan y su repudio unánime a la invasión rusa a Ucrania parecen haberse unido alrededor de una causa: evitar que Putin triunfe en su ambición de reconstruir la Unión Soviética. Se habla de un renovado momento para la relación transcontinental, una refrescada Unión Europea y lazos fortalecidos con Estados Unidos.
Es verdad que hace tiempo no había consenso público entre las llamadas democracias liberales. Quizás sean buenas noticias y se convierta en un renacer. Pero basta esculcar la política en los países que hacen parte de este esfuerzo colectivo para encontrar enormes contradicciones.
Mientras este bloque de Occidente se opone a la dictadura rusa y pregona la libertad, sus propios votantes escogen líderes autócratas y sus ciudadanos apoyan partidos extremistas.
Los ejemplos están en todas partes. Hemos visto como el centro pierde fuerza en Francia, cuna de la democracia, donde la candidata de derecha extrema Marine Le Pen le pisa los talones al moderado Macron. Serbia y Hungría acaban de reelegir a sus propios dictadores del Siglo XXI. Estados Unidos coquetea con un nuevo mandato populista. En la mayoría de los países de la Unión Europea, Asia y América Latina ganan terreno los políticos xenófobos, represivos y enemigos del sistema.
Los noventa países que viven hoy en democracia podrían reducirse aún más, alentados por políticos oportunistas, votantes enojados y empresas globales que se benefician de estos países autoritarios, productores e inversores sin escrúpulos, y por el apetito de consumo que permite el comercio y los lazos de inversión con malos gobiernos.
La globalización sin principios da oxígeno a estos regímenes, desde el petróleo hasta los teléfonos. Es hora de abrir los ojos ante la ola populista y reconocer la mentira detrás su discurso de miedo, y valorar y defender la democracia como espacio de crecimiento para la población, para el desarrollo empresarial y para la equidad. La libertad está en juego.
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