Cuatro millones de personas gays, lesbianas, transexuales que conforman la comunidad Lgbti, acompañados por miles de heterosexuales, se tomaron las calles de Nueva York el pasado domingo 30 de junio para celebrar los 50 años de Stonewell, pero sobre todo para recordar el derecho a existir con plena libertad. La conmemoración tenía todo un sentido.

Hace 50 años en un pequeño bar Stonewell inn, en Christopher Street en Greenwich Village, que continúa siendo el epicentro de la contracultura, de las voces independientes en música, arte, literatura -casi siempre expresiones en contravía de lo convencional- un grupo de homosexuales que se divertían entre copas y música iban a ser arrestados por la policía que entró al lugar. Pero esta vez se le pararon a los agentes y los confrontaron con un ‘No más’. En ese momento, podría decirse, nació el movimiento por las libertades de los Lgbt en Estados Unidos, con reflejo posterior en el mundo entero.

La marcha fue francamente abrumadora pero no solo por la movilización de la gente, sino por el derroche de libertad en expresiones de afecto en la calle, el metro, las esquinas, los parques; un afecto contenido que se volvió casi eufórico, sobredimensionado, como si la libertad para expresarlo fuera a durar efímeras horas, para tener que regresar de nuevo al mundo de las apariencias con sus máscaras de normalidad para poder ser aceptados en las familias y los entornos laborales, a costa de su individualidad.

Han pasado cinco décadas y aún una buena parte de la población sigue viendo los gays y lesbianas con extrañeza, juzgados como ‘raros’ y a veces hasta atrevidamente anormales. Las mismas décadas en que hombres y mujeres han luchado por algo tan elemental como poder vivir a su manera, sin estigmatizaciones ni tormentas; sin la melancolía que cargan los excluidos, para poder construir la identidad propia que se merece todo ser humano. Una ruta larga y difícil para lograr algo finalmente tan sencillo como hacer respetar la diferencia. Pero sin duda lo conseguido por la comunidad Lgbti en el mundo es algo irreversibles. Y se hizo una vez más evidente.

La bandera del arco iris estaba en locales, restaurantes, cafés, en los vidrios de los carros, e incluso uno que otro policía que discretamente la llevaba confundida con su insignia; reconocidas marcas se unieron y la venta de objetos alusivos se multiplicó. Eran miles de jóvenes y adultos, sin diferenciación de razas unidos por su condición sexual decididos a no dejarse volver a callar ni esconderse atropellados por la culpa o la vergüenza. No había nada que esconder. Una realidad tan contundente que resulta inútil intentar negar.

Resulta inútil intentar desconocer una dinámica social como esta, con su nociva expresión política que busca imponerse con brotes de fuerzas retardatarias que se pelean los espacios encubiertos por mantos de ideología religiosa como ha empezado a verse en Colombia, pero también en los Estados Unidos de Trump y en países como Brasil, Italia, Polonia, Hungría. Todos insisten en atravesársele a derechos adquiridos como el matrimonio homosexual, los acuerdos patrimoniales, el acceso a las fuerzas militares, la adopción a las parejas del mismo sexo. Esfuerzos inútiles porque la fuerza de este amplio grupo humano resulta inatajable, con la certeza de que ya nunca regresarán al clóset de la vergüenza porque su luchar ahora es por orgullo gay.

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