La cultura iba de la mano del poder en los años de Belisario Betancur en el Palacio de Nariño. Y no se trataba de un adorno estético sino de algo tan profundo que dejaba huella en quienes pasaban por ahí, el mayor centro de poder de Colombia. La cultura era la ruta para reafirmar la identidad, para conectar al país, aquello inasible, pero definitivo para configurar una nación.

El poder no lo sofocaba ni lo elevaba a las nubes de los predestinados sino por el contrario, parecía haberlo humanizado y acercado a la gente, convencido de que nada conecta más a los seres humanos que la cultura y la comunicación, diferenciándonos de las demás especies.

Fue Belisario quien comenzó a llenar las paredes del frío edificio con obras de arte. Con la invitación a los primeros cuatro grandes que vivían en París a donar un cuadro: Antonio Barrera, Luis Caballero, Juan Cárdenas y Darío Morales abrieron el camino hasta convertir una pinacoteca con el imponente tapiz de Olga de Amaral presidiendo con su icónica imagen de la bandera de Colombia el gran salón presidencial.

Entendía también la cultura como la mejor manera de crear puentes entre los países y distensionar. De allí que cuando fui nombrada directora del Museo del Oro, muy joven, entonces una esponja lista a absorber enseñanzas y experiencias me recibió el Presidente solo para decirme: échate al hombro esas maravillas precolombinas como si fuera el bacalao de la Emulsión de Scott y que la colección recorra el mundo.
Su valoración por nuestro pasado indígena, entonces sin mayor valoración –las piezas de cerámica eran tratadas como huacas arrumadas en corredores de finca- y los collares de piedras y ese oro cargado de simbolismo adornaba como joyas cuellos de señoras en cocteles. Apenas se empezaba, y mucho gracias a Betancur a dimensionar su valor arqueológico. Las puertas de los grandes museos del mundo se abrían redescubriendo un país suramericano desconocido o al menos desdibujado.

En la misma línea relanzó una nueva Expedición Botánica y apoyó el Agustín Codazzi y el Instituto Caro y Cuervo. Como un anfitrión, cálido y cercano organizaba personalmente las cenas oficiales en las que sorprendía a los comensales con creativos menús con productos colombianos trucha de La Cocha, langostinos del Pacífico, plátanos del Quindío, bocadillo de Vélez, crema de curubas sabaneras. En los viernes culturales combinaba lo más refinado de las corrientes culturales universales con lo raizal colombiano, el piano de Teresita Gómez, las voces de Martha Senn y Francisco Vergara con el porro de Pacho Galán, José Barrios y Lucho Bermúdez, salpicado de mucha poesía, siempre en la búsqueda de esas raíces auténticas y confusas que configuran la identidad de un mestizaje que para muchos de nuestras élites sigue siendo vergonzante.

Un presidente que les dedicaba tiempo a las grandes decisiones de Estado como a los detalles que lo llevaron a reeditar también las grandes obras literarias y de ensayo pérdidas en la memoria, premonitorio, tal vez, del olvido que vendría con las nuevas generaciones de Facebook y Tik Tok, de la chabacanería y la grosería verbal de las redes sociales. Un presidente que sabía respetar la tradición, la sabiduría, el conocimiento, la experiencia, la vida bien vivida. Nostalgia es lo que deja recordarlo.