Hace un poco más de quince días me propuse visitar a Margarita Londoño en su casita campestre de Santander de Quilichao donde vivía desde hace unos años. Allí, acompañada de la naturaleza escribió su última novela publicada, ‘El día que llegó la ópera a Rosas’, y allí en su paraíso rural esperó con serenidad la muerte que le llevó a la medianoche de este miércoles 17 de noviembre. La esperó, como todo en su vida, de frente.
Llegué ese sábado al medio día con miedo a encontrar su fortaleza, su optimismo, sus ganas de vivir, vencidas por el declive final de la cruel enfermedad que durante casi cuatro años fue paralizándole los músculos hasta que le llegó a los pulmones. Y ahí ya no pudo más. Pero no la encontré, aunque completamente inmóvil en su silla de ruedas, exhalaba una extraña vitalidad que llegaba acompañada de una catarata de planes a futuro, que borraban cualquier sombra de fatalidad. Forzaba al límite las fuerzas vocales para asegurar que nada, ni un diafragma que ya no respondía, debilitara la vehemencia de su tono de voz. El de siempre.
El encuentro fue casi una epifanía. Y la entiendo así, porque Margarita se remontó en sus recuerdos con elocuencia y lucidez, con humor, sin saber que quince días después iniciaría su viaje sin retorno. Estaba decidida, sin disimulo ni eufemismos a sacarle jugo a cada instante que la vida le diera.
Me contó entonces del libro que le estaba dictando por trocitos, entre pausas en los días buenos, a su querida hija Gabriela, infatigable compañera de todas las horas. Con su novela quería ir a las raíces del tronco familiar cimentado en la fuerza de aquellas mujeres pereiranas que presentes en su carácter, en su talante y locuacidad, motor de sus luchas incesantes por los derechos, la transparencia de los dineros públicos y el combate frontal contra la corrupción que la unió 25 años atrás a Íngrid Betancourt, con quien llegó al Senado como segundo renglón en la lista más votada al congreso en 1998. Me habló de su decepción y frustración en el escenario político del Congreso donde se reconoció como una voz solitaria.
Regresó entonces a Cali a dar la batalla por la Alcaldía en un ambiente hostil cuando el populismo ramplón que empezaba a mostrar las orejas, llevó a John Maro Rodríguez -de tan ingrata recordación- al gobierno municipal con el que se inauguró el infortunio que atraparía la ciudad.
Margarita Londoño sabía levantar cabeza como los toros de casta y tomó el micrófono para dar la pelea desde el periodismo radial y se aplicó a fondo en la lucha con especial fogosidad por la causa de las mujeres, sobre todo de las más golpeadas y vulnerables.
Pero si algo me quedó claro de ese día en su refugio de tierra caliente caucana, fue su valor inquebrantable. Sin amargura se burló de la carta marcada que le había tocado en el reparto de la baraja, la lotería negra con la que se había ganado el mal incurable del ELA contra el que batalló cinco años. Tenía lista la copa de champaña, para encarar la hora final con los ojos abiertos y darle un gracias a la vida. Como lo hago yo ahora, por haberme permitido compartir la intensidad de ese momento con Margarita y aprender de su valentía. Tan necesaria frente a la gran prueba final: la del adiós definitivo.
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