Hay quienes dicen que un uribista es un paraco. Así, sin matices, como si pedir seguridad, fuera sinónimo de empuñar un fusil. Pero la verdad es otra: la seguridad no es ideología, es un principio democrático. Sin seguridad física el país se derrumba; sin seguridad jurídica no hay reglas de juego claras. Y cada vez más ciudadanos entienden que ese huevito no era guerra, era simplemente la posibilidad de salir de la casa sin sentir miedo.

Dicen que un uribista es neoliberal porque cree en la confianza inversionista, o porque defiende la empresa privada. Como si valorar al que arriesga y genera empleo fuera un pecado. Pero la mejor política social no es el subsidio eterno, sino la posibilidad de trabajar y ganarse la vida con dignidad. Mientras el actual gobierno espanta la inversión con discursos incendiarios e improvisaciones, la gente descubre que sin confianza no hay inversión y sin inversión no hay empleo. Ese huevito no era neoliberalismo, era sentido común.

Dicen que la cohesión social es un eslogan vacío. Pero es lo contrario: remar juntos. Sin dividir al país en buenos y malos, amigos y enemigos, ricos y pobres. Hoy, cuando la política se ha vuelto un ejercicio de polarización permanente, ese huevito brilla por su ausencia. La sociedad está más fragmentada que nunca y, sin embargo, el anhelo ciudadano sigue siendo el mismo: unidad, confianza, un mínimo de propósito compartido. Cohesión no era retórica, era proyecto de nación.

Dicen que el Estado austero fue tacañería. Pero muchos recuerdan que en esa época se cerraron ministerios, se eliminaron embajadas, se recortó burocracia y se controló el gasto para no hipotecar a las próximas generaciones. Hoy el contraste es grotesco: un Estado derrochón que crece como bola de nieve, un déficit que amenaza con aplastar al país y una burocracia que se multiplica mientras los recursos se esfuman. Ese huevito no era mezquindad, era responsabilidad.

Dicen que el diálogo popular era populismo. Pero el populismo verdadero es el de las arengas de tarima y los discursos interminables que ofrecen todo y no cumplen nada. El diálogo popular, en cambio, es escuchar al ciudadano: al campesino olvidado, al microempresario agobiado, al trabajador informal que busca soluciones y no aplausos. Hoy, cuando el Gobierno grita, pero no escucha, manipula, pero no resuelve, ese huevito se revela más necesario que nunca.

Cinco huevitos que han querido caricaturizar. Cinco críticas fáciles que se lanzaron para reducirlos a una narrativa de desprestigio. Y, sin embargo, hoy cada uno aparece como lo que siempre fue: principios básicos de una democracia seria, de una economía sana y de una sociedad que quiere vivir en paz. Mientras el poder actual convierte al país en un laboratorio de improvisación y déficit, los ciudadanos empiezan a preguntarse si aquello que se ridiculizó no era, en realidad, lo que se necesita ahora.

Porque, al final, esos cinco huevitos solo tenían un sello: trabajar, trabajar y trabajar. Sin discursos incendiarios, sin promesas vacías, sin derroches. Trabajar para dar seguridad, para generar empleo, para unir a la sociedad, para cuidar los recursos públicos, para escuchar al pueblo.

Dicen que un uribista es paraco, neoliberal, vacío, tacaño o populista. Pero lo cierto es que un uribista es alguien que entiende que sin seguridad no hay democracia, sin empresa no hay empleo, sin cohesión no hay sociedad, sin austeridad no hay futuro y sin diálogo real no hay país.

Y si eso es ser uribista, ¿usted y yo qué somos?