Uno puede llenar una casa de cámaras, sensores, rejas y puertas blindadas. Puede construir un sistema de seguridad perfecto, de esos que prometen dormir tranquilo. Pero nada de eso sirve cuando quien tiene autoridad sobre la casa decide dejar las llaves tiradas en la entrada. Colombia no está viviendo un accidente institucional: está viviendo las consecuencias de un Gobierno que eligió bajar sus defensas, aflojar lo esencial y confiar en quienes nunca tuvieron la intención de protegerla. Lo que reveló Noticias Caracol sobre los archivos de alias ‘Calarcá’ no es una sorpresa: es la confirmación de que el Estado quedó expuesto por decisión política.
Porque lo que aparece en esos archivos no son simples chats. Lo que aparece es la evidencia de un Estado agujereado desde arriba: funcionarios entregando rutas, advertencias, documentos reservados, incluso detalles de operaciones e interceptaciones. Nada de eso ocurre cuando las instituciones están sólidas y respaldadas. Ocurre cuando la cadena de seguridad se rompe desde el mando político, cuando la reserva se politiza, cuando la inteligencia se desprecia y cuando se reemplaza la autoridad por el cálculo y el discurso.
Y esta historia no empieza con los archivos de Calarcá. Empieza mucho antes. Desde la campaña presidencial, el país escuchó un mensaje que parecía ingenuo, pero resultó profundamente peligroso: promesas de ‘cárceles vacías’, ‘tratamientos políticos’, ‘perdones sociales’ y acuerdos sin límites. En ese ambiente, uno de los símbolos más claros fue la gira del hermano del candidato Petro por las cárceles del país. No fue un acto humanitario ni un gesto personal: fue una señal política. Un mensaje anticipado de que, si ellos llegaban al poder, el orden, la justicia y la autoridad serían negociables. Los presos lo entendieron. Los criminales lo entendieron. Y, tristemente, parte del Estado también lo entendió.
Ya en el Gobierno, ese mensaje se convirtió en política pública. Bajo el sello de la ‘paz total’, se frenaron operaciones, se levantó presión sobre el narcotráfico y se debilitaron capacidades que habían tardado décadas en consolidarse. Se estigmatizó a la Fuerza Pública, se ignoró la inteligencia militar y se sustituyó el control territorial por mesas, comités y discursos. Todo eso produjo un efecto predecible: donde el Estado retrocede, las disidencias avanzan. Donde el Gobierno duda, el crimen se reorganiza. Donde la autoridad se vuelve blanda, la ilegalidad se vuelve audaz.
Por eso, cuando uno ve los correos, los preacuerdos filtrados, las rutas entregadas y las advertencias a grupos armados, entiende que esto no es un caso aislado. Es el resultado natural de haber levantado las barreras que por años mantuvieron a raya a quienes viven de doblegar al país. No es que el Estado haya sido sorprendido: es que el Gobierno lo dejó sin defensas.
Lo más grave, sin embargo, no es la filtración, sino la reacción —o la falta de ella— del Presidente. Ante el mayor golpe a la seguridad nacional en dos décadas, eligió callar. No defendió a las instituciones. No expresó indignación. No envió un mensaje de autoridad. En cambio, sembró dudas, pidió peritajes y trató el escándalo como una molestia para su narrativa política. Cuando un presidente duda entre proteger al Estado o proteger su discurso, el Estado pierde.
Y sí, los archivos mencionan conversaciones sobre campañas políticas. Tal vez exageradas, tal vez no. Pero en un país serio, ese solo indicio basta para encender todas las alarmas.