Hay quienes exhiben su ignorancia con desparpajo… y además lo celebran. Pocos episodios recientes han sido tan trágicos y tan documentados como la debacle venezolana. Ser vecinos y hermanos nos obliga a algo más que a la lástima superficial: nos exige informarnos. Verlos emigrar por millones —siete millones, para ser exactos— debería bastar para despertar interés, pero aún así abundan los que opinan sin saber y pontifican sin haber hecho el mínimo esfuerzo por entender la tragedia que allí se vive día tras día. Tenemos la obligación moral de conocer cómo un país próspero terminó sometido por un régimen ilegítimo, represivo y corrupto. No se trata solo de la diáspora, sino del infierno cotidiano de quienes aún permanecen allí, atrapados entre la miseria y la violencia estatal.

Opinar sin entender el calvario de María Corina Machado resulta grotesco. Ella y sus colaboradores han sufrido persecución, cárcel, desapariciones, torturas y asesinatos, y aun así han persistido en una lucha pacífica, rigurosa y valiente para denunciar un sistema criminal. El contraste con Colombia es doloroso: aquí se tolera con benevolencia una oposición armada destructora y asesina, mientras en Venezuela se reprime ferozmente incluso al disidente más pacífico.

Quien quiera sacudirse la cómoda ignorancia debería escuchar el discurso de Jørgen Watne Frydnes, Presidente del Comité Noruego del Nobel. No solo describió con precisión quirúrgica el horror venezolano y la resistencia de María Corina; ofreció una de las mejores lecciones modernas sobre democracia. Explicó que la democracia no elimina la confrontación, sino que la canaliza: permite que todas las ideas —desde las más extremas hasta las más moderadas— se expresen sin miedo, sin censura y sin recurrir jamás a la violencia.

Recordó algo elemental que aquí tanto se confunde: los debates vehementes no son ‘formas de violencia’; son el funcionamiento natural de una sociedad libre. La polarización no es una falla del sistema, sino su esencia: es el espacio donde se enfrentan visiones distintas sin que nadie tenga derecho a silenciar al otro.

El discurso debería ser lectura obligatoria para todo aquel que confunde discrepancia con odio, crítica con agresión o debate con amenaza. La democracia existe precisamente para que la diferencia pueda hablar en voz alta sin que aparezcan verdugos.