El Presidente dijo la semana pasada, en otra de sus arengas, que los Estados Unidos se llaman así porque antes estaban separados entre amigos y enemigos de la esclavitud, pero al eliminar esta práctica “se recompusieron” y les fue posible acceder al nombre que hoy identifica a esa nación.

Las expresiones artificiosas del Mandatario no respondían a una equivocación, menos aúna la ignorancia. Provenían del propósito permanente de cambiar tanto la historia universal como local, acomodándolas a una narrativa útil para exaltar pasiones, arrasar las instituciones y propiciar el advenimiento del totalitarismo estatal y la hegemonía eterna de partido.

En su labor de zapa contra la democracia, el personaje ha tenido las manos libres. Sabe que la mayoría de sus contradictores callarán ante los infundios que él esparce. Y su percepción no es errada, los colombianos estamos siendo incapaces de defender el relato fundacional de esta nación querida, la cual tendrá falencias en su diseño institucional y grandes desafíos en materia social, pero que está esencialmente comprometida con las libertades, la democracia y el Estado de Derecho.

Salvo valientes, pero escasas excepciones, los gremios pasan agachados, incluso cuando a sus empresarios afiliados se los tacha reiteradamente de hampones esclavistas; los políticos supuestos garantes de la democracia se acomodan, calibran la mejor manera de exprimir esa gran teta de la contratación que el gobierno pone en sus bocas. Peor aún: los jóvenes no se pronuncian ante una reforma laboral que daña la creación nuevos puestos, ni ante la pensional, que arruinará sus jubilaciones.

El negacionismo, la indiferencia, la falta de voluntad para expresar reprobación persisten, mientras los habitantes de ciudades y campos viven amenazados; mientras sectores enteros tienen el futuro embolatado y nadie sabe que será de la salud, la vivienda, la agricultura, la producción industrial, los hidrocarburos, la minería, la infraestructura, el sector eléctrico, las exportaciones y el equilibrio fiscal.

La triste conclusión es que lo acontecido no solo es culpa de Petro. La responsabilidad cabe también a los ciudadanos que están permaneciendo pasivos ante la debacle, a quienes no preocupándose por generar una contra narrativa veraz, se comen callados el tarro de improperios y miserias que cada día les avientan desde el gobierno. Estos compatriotas pusilánimes no podrán alegar desconocimiento o ignorancia cuando todo se haya consumado. Si algo puede reconocerse a Petro es que a la luz del día, sin disimulo alguno y partiendo de un respaldo electoral minoritario, está logrando que volemos por el despeñadero.

Hace varios días el Gobierno Nacional efectuó cuantiosas erogaciones para llenar la Plaza de Bolívar con una manifestación impostada cuyos participes recibieron el pago de pasajes y viáticos. El asunto continuó durante los días siguientes con “tomas” de Bogotá. Se trata de actividades inaceptables durante las semanas previas a las elecciones y además desvían recursos del erario público. Ante estos hechos, la Procuraduría inició procesos contra los funcionarios comprometidos y la Contraloría General tramita varias investigaciones para establecer responsabilidades. Pero tales actuaciones quedarán en nada si los colombianos no dejamos la apatía para exigir resultados concretos.