En los últimos días, se percibe una inquietud distinta en la calle. No es solo el tráfico ni los trancones habituales, sino una sensación de tensión que aparece en algunos cruces, en ciertos operativos, en discusiones que escalan más rápido de lo deseable. Son señales que merecen atención, no para exagerarlas, sino para comprenderlas y evitar que se vuelvan parte normal de la vida cotidiana.
Han ocurrido hechos que han puesto este clima en evidencia. Procedimientos que terminan en confrontaciones verbales, episodios que generan molestia y videos que circulan con rapidez y amplifican emociones. Cada situación tiene su contexto y sus responsabilidades, pero todas dejan una pregunta abierta sobre la convivencia en el espacio público y sobre cómo se están relacionando autoridad y ciudadanía en la calle.
La vía pública es un lugar donde confluyen muchas presiones. Para quien se moviliza a diario, es el escenario del afán, del cansancio y de las dificultades propias de la vida urbana. Para quien ejerce autoridad, es un entorno exigente, donde cada decisión implica responsabilidad, cuidado y exposición. Cuando estas dos realidades se encuentran sin suficiente comunicación, la tensión aparece casi de manera inevitable.
Desde la autoridad existe una obligación clara: velar por el cumplimiento de las normas y por la seguridad de quienes transitan. El orden no es un fin en sí mismo, sino una herramienta para proteger la vida y facilitar la convivencia en una ciudad compleja. Esa tarea exige consistencia, profesionalismo y claridad en los procedimientos, porque la legitimidad también se construye en la forma como se ejerce la autoridad.
Desde la ciudadanía, por su parte, hay una carga emocional que no siempre es visible. La congestión, la informalidad, las dificultades económicas y la rutina hacen que cualquier interacción pueda sentirse más pesada de lo que debería. No siempre hay intención de confrontar; muchas veces hay agotamiento acumulado y una sensación de estar siempre al límite.
El punto sensible está en que esa tensión natural no se transforme en un problema mayor. Orden y convivencia no son conceptos opuestos, aunque a veces se presenten así. El orden sin empatía puede sentirse distante; la convivencia sin reglas pierde sentido. El desafío está en lograr que ambos se refuercen mutuamente, sin fricciones innecesarias ni lecturas equivocadas.
En ese equilibrio, la forma importa tanto como el fondo. Un procedimiento bien explicado, un trato respetuoso, una respuesta mesurada pueden marcar una diferencia importante en la percepción y en el resultado de una interacción. La autoridad comunica no solo con la norma, sino con el tono y la actitud. Y el ciudadano responde no solo a la sanción, sino a la manera como se le aborda.
La calle es, ante todo, un espacio compartido. Un lugar donde se cruzan derechos, deberes y responsabilidades. Mantener ese espacio en condiciones de respeto y convivencia requiere atención permanente, ajustes continuos y una comprensión mutua de los roles que cada quien cumple.
La tensión es una señal, no un destino. Reconocerla a tiempo permite evitar que se acumule y que derive en situaciones que nadie desea. Cuidar la convivencia en la calle es una tarea colectiva, silenciosa y diaria, que se construye en cada gesto, en cada palabra y en cada decisión. En esa suma de pequeñas acciones está la posibilidad de que el orden y la convivencia sigan caminando juntos, sin ruido y sin rabia innecesaria.