Llovía a torrentes cuando me levanté para asistir a la escuela. El cielo no permitía ver la hora. Abuela estaría moliendo el maíz para las arepas. Arnulfo seguía echado sobre el petate de la puerta del cuarto de Picuenigua y Adelfa, dormido como un camarón.
Entro en el cuarto de mis padres que roncan y en la oscuridad busco la moneda de cinco centavos que me regalan los lunes para comprar una empanada.
Como no la encuentro abro la puerta del armario y meto la mano en el bolsillo de un saco, donde mi mamá guarda todo. No hay moneda, pero mis dedos se enredan con esa cadena y esa efigie que ella se pone cada mil años. Me escabullo sin hacer bulla.
Iré por el andén protegido por los aleros, pero la Carrera Quinta va a ser un río que me acabará los zapatos. Olga García se asomará esta tarde a las 5:00 al balcón de su habitación en el cuarto piso para vernos salir de la escuela de varones número 10 República de México, a la que todo Cali llama San Nicolás. Esperará de Víctor Mario o de Luis Alfonso, que siempre tienen con qué, o de mí, que nunca lo he hecho, la invitación a comer un helado, o tal vez un pastel, enseguida de la casa de los Brión.
Solo la he visto en su balcón y cruzando el parque, cuando viene de su colegio privado. Todos morimos por ella, peleamos por ella, sin que ella lo sepa, pero yo soy el que más muero, el que más peleo.
A estas alturas de la vida, mientras contemplo con mi último amor cómo progresa el ensayo de la tormenta, un ramalazo memorioso me refresca la cara y coloca el rostro de mi primer amor sobre el de mi esposa presente. La beso con la misma pasión con que besé a Olga García esa tarde a las 5:20, cuando me acepta ir a comer un pastel y un helado, que dejamos servidos, mientras en un rincón del lugar unimos nuestros labios para siempre sin decir nada.
Como he llegado temprano a la escuela me encuentro a solas con el señor Paz, quien con sus gafas examina la cadena de oro mojada que le alargo, con una cruz copta con la incrustación de los cuatro clavos, así la llaman en casa y dicen que tiene una historia manchada de traiciones y asesinatos. Le digo que acabo de encontrarla bajo la lluvia y que se la vendo por 30 centavos. Me hace jurar por Dios que no miento y yo le hago prometer que no va a mandar a llamar a mi mamá para contarle de mi hallazgo.
Con mis 30 monedas, producto del pecado polifacético que comprende el robo al oscuro, la ofensa a la madre, la mentira recalcitrante, el falso testimonio, el juramento en vano –todo bajo el acoso de la flama carnal- pude lograr mi primer beso, tal vez el único contacto que me dejó en la vida marca de fuego.
La tormenta no cuaja. Las nubes se disipan. Recuperada la calma, el remordimiento me asalta, pero no alcanza a volverse arrepentimiento.
En la clínica agonizante, cuando ya no podía hablar porque la lengua se le había vuelto una bola en la boca, leí a mi madre mi poema San Nicolás School, donde hablando del señor Paz confieso que “me compró la cadena de oro con la cruz copta de mamá por 30 centavos”. Se le inyectaron los ojos, la sangre se le agolpó en la cabeza, sentí que quería escupirme la cara, y murió mientras yo corría en busca de la enfermera.
¿Imaginan lo bello que hubiera cerrado esta historia si en la enfermera hubiera reconocido el rostro de Olga García?