Estoy releyendo la biografía de Thomas Alva Edison, un inventor asombroso y perseverante.
En 1931, día de su muerte, ya era un genio admirado por muchos gracias a su inventiva y su constancia.
En efecto, Edison probó que los inventos nacían más del trabajo duro y perseverante que de la inspiración.
Le dio una utilidad práctica a la luz, el fonógrafo, el cine, el teléfono y a una gran variedad de utensilios.
Pero todo eso lo alcanzó con mucho estudio, disciplina, tenacidad y aprendiendo de los errores. Lástima que envidió y torpedeó a Tesla.
Me gusta evocar una escena en la que él observaba un incendio que destruye sus fábricas en 1914, no lejos de Nueva York.
En lugar de deprimirse exclamó: “Bueno, no es tan grave. Así nos deshacemos de un montón de basura vieja. Tengo 67 años y no soy tan viejo para un nuevo comienzo”.
Edison no se amilanaba antes las dificultades, era un luchador y su fe era más poderosa que sus dudas.
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