El Dios de los místicos no siempre es el Dios de las iglesias. Bueno, dirás, y ¿cómo es el Dios de los místicos?

Es un Dios del corazón y no tanto de la mente o de doctrinas. Ellos mismos despejan el camino de piedras y espinas:

Así ve San Agustín a Dios y así lo trata: “Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé.

Tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste.

Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían.

Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y quitaste mi ceguera.

Exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz”.

¡Qué belleza! Es tratar a Dios con amor y no simplemente rezar o verlo como un ser supremo alejado y frío.

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