En Putumayo, dos soldados fueron rociados con gasolina y prendidos como antorchas humanas, acto cruel que debería aterrarnos. En Saravena, Arauca, dos policías de la Sijín fueron emboscados y asesinados, y otros dos resultaron heridos. En Amalfi, Antioquia, un helicóptero fue derribado y murieron trece uniformados. Estas escenas recientes, por brutales que sean, desaparecen rápidamente, aunque detrás de cada uniforme, había un nombre, un hogar y una familia que hoy no encuentra consuelo.
Soldados y policías enfrentan todos los días la violencia y, al mismo tiempo, la indiferencia de la sociedad que protegen. Hablamos de ellos cuando la tragedia sale en los medios, pero no pensamos en lo que deja cada herida o cada muerte. También son padres, madres e hijos que, cuando no regresan, dejan un enorme vacío. Sus familias, además del dolor, cargan con la ingratitud de ver cómo ese sacrificio se olvidó tan pronto.
Y ya no basta colgar el uniforme para estar a salvo. Hemos visto que se ha vuelto frecuente que los asesinen en sus días de descanso, incluso cuando usan su ropa de civil. Los sorprenden en sus hogares o en una calle cualquiera. La violencia los persigue también en donde buscan tranquilidad, como si no pudieran tener paz ni siquiera en su propia casa. Y como si fuera poco, hoy también son blanco de ataques con drones y secuestros que ponen en riesgo su vida, como ocurrió recientemente en El Tambo, Cauca, donde 72 militares fueron retenidos en una asonada con más de 600 personas.
Vivimos en una sociedad que se acostumbra al dolor. Pasamos la página con una rapidez alarmante, como si esas muertes fueran cosa de todos los días. Que no se nos olvide que ellos dieron su vida para protegernos, cumpliendo el juramento de servir y defender a Colombia.
Es momento de aprender de otros países. En Estados Unidos, en los estadios es común rendir homenaje a los uniformados y que el público se ponga de pie a aplaudirlos. El “thank you for your service” es casi un saludo automático y hasta empresas como American Airlines lo han usado en sus campañas. En España y Francia, cuando un policía muere en servicio, los ciudadanos dejan flores y velas en la estación o en el lugar de los hechos. Y en el norte de Europa existen asociaciones muy fuertes que, con apoyo de la comunidad, recogen fondos para becar a los hijos de soldados y policías caídos.
En Colombia hay organizaciones que apoyan a la Fuerza Pública y a sus familias. La Fundación Matamoros trabaja con quienes adquirieron una discapacidad en el servicio, sus familias y las de los fallecidos en cumplimiento del deber. La Fundación Corazón Verde ofrece becas y programas de salud a viudas y huérfanos de policías. Aunque sus recursos son limitados, sus esfuerzos son valiosos y demuestran que la solidaridad civil es posible. Necesitamos que estas acciones se multipliquen y se vuelvan costumbre. Son cerca de 400 mil hombres y mujeres que cuidan la seguridad y la paz del país, y merecen ser apoyados.
No podemos ser selectivos con las víctimas: necesitamos despertar la empatía. Callar estas muertes dice más de nosotros que de ellos.
Por eso los invito a que, además de honrar su memoria, les demos un trato digno. Empecemos por lo más sencillo: tratarlos con respeto en la vida diaria, reconocer lo que hacen y no dejarlos solos a ellos ni a sus familias cuando más lo necesitan. Aquí debemos estar todos: sociedad civil, empresas, academia, organizaciones. Que nadie falte.
Este reconocimiento es para todos los miembros de la Fuerza Pública: “Gracias infinitas por su valentía y por poner el pecho por Colombia”.