En La epopeya del mundo clásico, de Robin Lane Fox, una afirmación resume con precisión el peso de la Grecia antigua en nuestra cultura deportiva: “El aristócrata físicamente en forma participaba también en las competiciones atléticas, el mayor legado que haya dejado la aristocracia griega a la civilización occidental”. La frase no solo interpela al lector, sino que invita a revisar el origen social y político del deporte.

Durante casi mil años, desde alrededor del 700 a. C., los Juegos Olímpicos coexistieron con otros certámenes del Peloponeso. Sin embargo, desde sus primeras ediciones adquirieron un carácter panhelénico, impulsado en gran medida por la aristocracia, que encontró en ellos un espacio de prestigio y cohesión cultural.

Aunque no fueron los únicos participantes, los aristócratas sí fijaron las reglas. Disponían del tiempo, los recursos y la influencia necesarios para organizar y patrocinar las competencias. Su dominio en pruebas emblemáticas, como las carreras de caballos y de carros, contribuyó decisivamente a la fama de los juegos y a la construcción de hipódromos, una herencia que, junto con la democracia y la tragedia, sigue viva en Occidente.

El deporte griego también se vinculó estrechamente con la vida amorosa y la exaltación del cuerpo masculino. La práctica atlética desnuda favorecía la admiración estética y el contacto directo entre competidores. Como recuerda Lane Fox, los hombres de noble cuna no solo aspiraban a ser los mejores, sino también los más bellos, como si la apostura fuera un atributo inherente a su condición social.

Al contrastar estos legados con la realidad colombiana, surge una paradoja. El deporte, a diferencia de la democracia, se ha expandido de manera vigorosa por todas las capas sociales. Parques, calles y montañas dan cuenta de una práctica cada vez más incluyente. No ocurre lo mismo con la dirigencia deportiva, donde la concentración prolongada de cargos en ligas, federaciones y en el Comité Olímpico Colombiano evidencia una preocupante escasez de renovación democrática.

Así, el deporte competitivo en Colombia no se sostiene tanto en estructuras democráticas como en el talento, la entrega y la disciplina de jóvenes atletas que representan al país con esfuerzo silencioso y admirable (el deporte, sin democracia, una tragedia).

No deja de ser irónico que, siglos después de que el emperador Teodosio prohibiera los Juegos Olímpicos en el 393 d. C., por considerarlos paganos, el ideal deportivo griego resurgiera en 1896 con Pierre de Coubertin. El cuerpo, la competencia y el honor sobrevivieron al tiempo; la democracia, en cambio, sigue siendo una tarea pendiente, sobre todo en el deporte colombiano.