Cada 24 de diciembre la Navidad vuelve a ser un nacimiento. Y no solo el de Belén: también el de nuestras memorias, nuestra fe, nuestra infancia y nuestra esperanza. Desde hace más de mil seiscientos años, la humanidad ha buscado expresar este misterio a través de la música. Primero con el canto llano de los monjes —ese canto gregoriano del siglo IV que aún hoy parece abrir los cielos— y luego con la riqueza sonora del Renacimiento, la solemnidad del Barroco, la claridad del Clasicismo, la expresividad del Romanticismo y el encanto popular del Siglo XX. Cada época añadió su acento único, pero todas sostienen la misma certeza: la Navidad es un canto que Dios pone en la tierra.

En el corazón de esta tradición brillan los villancicos. Nacidos como cantos populares para narrar la fe del pueblo, fueron creciendo hasta convertirse en la banda sonora espiritual de Occidente. Los monasterios medievales entonaron con delicadeza ‘Puer natus est nobis’ (Nos ha nacido un niño), mientras en las calles sonaban melodías sencillas que viajaban de pueblo en pueblo. En el Renacimiento, Palestrina elevó la oración con una pureza casi angélica. En el Barroco, la Navidad alcanzó una grandeza sin precedentes: Händel estremeció a Europa con El Mesías, mientras Bach nos dejó el Magnificat, donde cada compás parece una visita de Dios al corazón humano. Más adelante, la suavidad de Vivaldi, la claridad de Mozart, la hondura romántica y la ternura moderna siguieron tallando este patrimonio espiritual.

Durante el Clasicismo, Europa descubrió un nuevo encanto invernal. Leopold Mozart compuso la célebre ‘Schlittenfahrt’ (Viaje en trineo), con su tintineo de cascabeles y su ritmo juguetón que casi permite sentir la nieve bajo las patas de los caballos. Y su hijo, Wolfgang Amadeus Mozart, dejó pequeñas joyas festivas como la Contradanza alemana Nr. 3 (K. 534), donde el sonido del cencerro irrumpe con una alegría que evoca mercados navideños, caminos helados y luces encendidas en la noche de Adviento.

Los pueblos, a su vez, cantaron a su manera. Europa dio algunos de los villancicos más bellos. En Alemania, ‘Stille Nacht’ (Noche de Paz), ‘O Tannenbaum’ (Oh, árbol de Navidad) y ‘Alle Jahre wieder’ (Cada año nuevamente) llevan más de un siglo iluminando noches frías. Francia aportó ‘Il est né, le divin Enfant’ (Ha nacido el Niño Divino) y la solemne ‘Minuit, chrétiens’ (Medianoche, cristianos). Italia ofreció la devoción de ‘Tu scendi dalle stelle’ (Tú bajas de las estrellas). España cantó la Navidad con la frescura de ‘Pastores venid’, ‘Ande, ande, ande, la Marimorena’, ‘Arre borriquito’ y un sinfín de coplas nacidas del corazón creyente de su pueblo.

América Latina, tierra de fe ardiente, tejió villancicos donde resuenan tambores, tiples, guitarras, zampoñas y marimbas. Colombia canta desde la infancia ‘Tutaina’, ‘Mi burrito sabanero’, ‘Arrurú, mi niño’, ‘Qué bonito, chiquito, chiquito’ y la plegaria luminosa ‘Salve, Reina y Madre’, que acompaña las novenas. Perú y Bolivia ofrecen ternura andina en ‘Churito Jesús’ (Jesucito). Puerto Rico y Venezuela llenan las calles de ritmos cálidos que hacen brillar incluso la noche más silenciosa.

Y entre las melodías del Siglo XX que conquistaron el mundo, brilla una de las más singulares: ‘The Little Drummer Boy’ (El Tamborilero). Nacido en 1941, este villancico narra la historia de un niño pobre que solo tiene un tambor para ofrecer al recién nacido. Su ‘pa-rum-pum-pum-pum’, que late como un corazón humilde ante el pesebre, se convirtió en un símbolo universal de adoración sencilla. Pero en el mundo hispano alcanzó su gloria definitiva gracias a Raphael, cuya interpretación —intensa, dramática, inolvidable— transformó el villancico en una verdadera escena de teatro sagrado. Su ‘pun… pun…pun…’, pronunciado con emoción creciente, logra que millones sientan que el Niño Dios sonríe mientras escucha aquel pequeño tambor. Raphael no solo lo cantó; lo consagró. Desde entonces, en muchos hogares hispanos, la Navidad empieza cuando su voz golpea el alma con ese ritmo dulce y solemne.

A su lado brillan otras melodías modernas como ‘White Christmas’ (Blanca Navidad), inmortalizada por Bing Crosby y cantada también por Frank Sinatra, capaz de envolver la nostalgia invernal en una de las imágenes sonoras más queridas del siglo pasado.

Todo este largo viaje —desde el canto gregoriano hasta los villancicos populares del siglo XX— tiene una constante indestructible: cada generación encuentra una manera nueva de cantar el nacimiento del Niño Dios. Y es esa renovación la que mantiene viva la Navidad. Porque si la música cambia, Dios no cambia; si las melodías se transforman, el amor que anuncian permanece.

Y así, esta noche vuelve a encenderse como un milagro renovado. Las familias se reúnen alrededor del pesebre, una vela encendida, un villancico que todos saben de memoria. Hay risas de niños, abrazos que curan, panes que se parten, luces que titilan como pequeñas estrellas domésticas. Y en medio de todo —en la mesa, en el canto, en el silencio— resplandece la inocencia que nunca muere: el Niño Dios llega otra vez, pequeño y poderoso, humilde y eterno.

Que cada voz que canta, cada mano que se estrecha y cada hogar que se abre sea hoy un pesebre vivo. Porque cuando Dios nace, todo renace. Y en ese renacimiento cabemos todos: los que creen, los que esperan y los que simplemente buscan un poco de luz.

En esta Navidad, que la música siga siendo puente, refugio y bendición. Que siga siendo el idioma que une cielo y tierra. Y que, en cada villancico que se eleve esta noche, resuene la certeza más humilde y más grande: Dios ha nacido, y con Él nace la esperanza del mundo.