Hace un tiempo escribí bajo este mismo título que el campo colombiano vive en paro permanente, consecuencia de un bloqueo estructural que el país terminó por asumir como normal. Al margen de las brechas en infraestructura, educación y servicios, el problema no está en el precio de la papa, el arroz o los fletes, está en un orden que se resiste a cambiar. Las reacciones a esa columna confirmaron que en lo rural sobran preguntas y faltan respuestas. Por eso, más que aposarme en el diagnóstico, prefiero caminar hacia alternativas.
Varios lectores advirtieron que esa parálisis nace de una visión hacendataria que hizo de la tierra una reserva de poder y no un motor de desarrollo. Otros recordaron que en Colombia importó más poseer que producir, y esa mirada extractiva y concentrada perpetuó desigualdad y atraso. Cultivos de uso ilícito, violencia armada… Todo ello es cierto. Por mi parte, insistí en que romper esa historia exige incentivos que premien resultados -asociatividad, sostenibilidad, encadenamientos- y un ordenamiento social de la propiedad capaz de formalizar, financiar y conectar a los productores.
Incluso si lográramos superar la herencia del latifundio improductivo, aún con mayores niveles de seguridad, el verdadero desafío sería dejar de concebir la economía campesina como un mundo aparte. No se trata de lamentar el campo que no fue, sino de construir el que debe ser para competir y ofrecer a las nuevas generaciones la posibilidad de quedarse, regresar y forjar allí su futuro. Hoy Colombia levanta en sus ciudades un sector de servicios dinámico en turismo, fintech, software e industrias creativas, pero esa vitalidad convive con una ruralidad que produce a granel, sin marca ni escala. Dos economías que podrían potenciarse, aunque permanecen desconectadas.
Esa desconexión no es un destino inevitable, también puede ser una oportunidad. El futuro no consiste en elegir entre servicios o agro, depende en aprender a hibridarlos. En ese cruce de caminos, por ejemplo, la inteligencia logística puede revolucionar el comercio de frutas y hortalizas, la tecnología que hoy impulsa los pagos digitales puede abaratar el crédito y formalizar a miles de labriegos y el turismo que florece en barrios urbanos puede anclarse en regiones cacaoteras, aguacateras o en otros territorios donde brota una identidad productiva, como ya ocurrió en el triángulo del café.
Ahí entran en juego las marcas territoriales, que trascienden la cosmética publicitaria para convertirse en instituciones que generan confianza y corrigen asimetrías. Al integrar calidad, sostenibilidad y empleo digno, convierten al trabajador en ciudadano económico y regiones periféricas en jugadores de la competencia global. Una marca no es un logo, es una identidad verificable. Y como he sostenido durante años, solo entonces el orgullo comunitario deja de ser discurso y se transforma en riqueza y cohesión social.
Es la imagen de un país con regiones reconocidas por lo que valen. Un Urabá que no solo exporta banano, también productos transformados con sello ambiental. Un Pacífico que envía camarón certificado al mundo y convierte su diversidad en atractivo turístico. Un Santander cuyo cacao disputa un lugar en las ligas premium. Incluso zonas cafeteras que, más allá del eje tradicional, compiten con propuestas de valor diferenciadas. Cada comunidad orgullosa de lo que produce y transforma, y municipios de mayor desarrollo, funcionando como plataforma de servicios que amplifica ese esfuerzo.
De ahí que el próximo gobierno, y con él los gobiernos territoriales, deban decidir si continúan administrando dos orillas que se ignoran o si se atreven a tejer el pacto que los una. Lo inquietante es que, en la opereta electoral, aún no asoma una idea capaz de reconciliar el vidrio de las ciudades con el barro del paisaje.