El pasaje del Evangelio que hoy se proclama en los templos termina con unas preguntas de Jesús: Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche? ¿O les dará largas? Y una más: Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra? A esos interrogantes se suma el que cualquier creyente continuamente se hace: ¿Para qué orar? De vez en cuando la misma Sagrada Escritura habla de las condiciones de la oración: Pedir en nombre de Jesús, debe uno reconciliarse antes con su prójimo, no se debe dudar de que Dios escucha la oración, los creyentes han de ser unánimes en la oración. Orar es entrar en el misterio profundo de Dios y descubrir que el diálogo con Él es de la misma categoría que el perdón de los pecados y la resurrección de los muertos, es decir, algo inaudito, sorprendente, fantástico. Se ora para vivir la alegría de la limpieza del corazón, en un mundo de mentes turbias que menosprecian la transparente candidez de la pureza. Se ora para vivir y dar amor a montones, en un mundo que sólo da primacía a lo que vende, a lo que consume. Se ora para tener a quién hablar y por quién ser oído, en un mundo vocinglero y ávido que no tiene tiempo para escuchar e interesarse por el otro. Se ora para perdonar y ser perdonado, en un mundo mercantil que sólo sabe sacar provecho del éxito y de la vanidad. Se ora para vivir y construir la solidaridad fraterna, en un mundo monetarista que sólo sabe asociarse para negociar y ganar. Se ora para vivir la misericordia que viendo el sufrimiento comprende, se duele y comparte, en un mundo superficial, que halaga al que asciende y menosprecia al que sufre y cae. Se ora para tener esperanza, es decir, para poder ver más allá de las apariencias, en un mundo que sólo acepta lo que toca y ve; un mundo agnóstico, escéptico e incapaz de penetrar más allá de la inmediatez cotidiana. Se ora para ganar la vida eterna, apartando la mirada de sí mismo y dirigiéndola a Dios y al prójimo. En fin, se ora para tener la experiencia del Dios de Jesucristo, que ama a los pequeños y a los débiles, y resucita a los muertos. Los creyentes son los que están “marcados” por la constante oración que es más que pedir y pedir; es alabar, reconocer, dar gracias y apostar por el silencio de Dios.