Por: monseñor José Roberto Ospina Leongómez, obispo de Buga.

Estamos estrenando un nuevo gobierno y muchos esperamos lo mejor para Colombia, pero, como hemos oído o visto en las redes, están los optimistas a ultranza, ahora sí con un mesías que salvará a todos. Otros moderados que dan espera para ver resultados. Y otros pesimistas y que lo ven todo oscuro, sin encontrar nada positivo.

El evangelio de hoy nos dice que Jesús comentó: “He venido a traer fuego a la tierra y cuánto deseo que ya esté ardiendo”. El día de Pentecostés, vino el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego y se posó sobre cada uno de los que estaban reunidos. La pasión y muerte de Jesús, bautismo con el que tuvo que ser bautizado, nos trajeron ese fuego divino. Como el fuego, que todo lo cambia, el Espíritu Santo transforma, cambia la dureza del corazón, da una nueva visión de la vida, del trabajo, de la política, ilumina, serena los ánimos, hace que nos reconozcamos como hermanos, que pensemos en los demás y no sólo en nosotros mismos, que busquemos el bien para todos, que respetemos la vida y la dignidad humana, que nos interesemos por la casa común y la cuidemos, etc.

En la primitiva comunidad cristiana, el tomar partido por Jesús, un crucificado y por tanto sospechoso de lo peor, generó en las familias serias divisiones: “padres contra hijos, madres contra hijas, suegras contra nueras y viceversa”. Por eso Jesús afirma: “No he venido a traer paz sino división”. Si la paz que buscamos es quietismo, resignación, falta de conflicto, pasividad y no responsabilidad personal, aceptemos la frase anterior como cierta. Pues la presencia de Jesús en la historia no habría hecho ni cosquillas. La presencia de Jesús ha generado hasta el día de hoy profundas divisiones e incomprensiones. “Mi paz les dejo, mi paz les doy. No como la da el mundo…”. Entonces, ¿a qué paz debemos aspirar? A la del perdón, a la de la reconciliación, a la de justicia social y equidad, a la del respeto a la vida, la dignidad y honra de cada persona, sea cual sea su cultura, su condición social, sus ancestros.

Colombia necesita convivir superando conflictos étnicos, raciales, de credo o religión. Y esto no se hace mágicamente: de cada uno depende la reconciliación con Dios, consigo mismo, con los demás, con la naturaleza, con su propia historia.

Dejemos que el fuego del Espíritu nos llene de esperanza, de caridad y aumente en todos nosotros la fe en su poder, que actúa en esta hora de la historia, y nos lanza hacia la verdadera paz.