Mientras almorzamos en un restaurante de Ciénaga, la abogada Ivonne Acosta Cardona dice que Tasajera, el pueblo de pescadores ubicado entre Barranquilla y Santa Marta, no es solo el escenario de una tragedia que el país no ha olvidado.
El 6 de julio de 2020 un camión cisterna cargado de gasolina se volcó en el poblado. Mientras algunos habitantes corrieron a saquear el combustible, una explosión dejó 45 personas muertas y 19 heridas. Desde entonces, Tasajera quedó fijada en la memoria nacional.
— Pero también se habla del pueblo por las guitarras —dice Ivonne, cuando llega a la mesa el cuclayo, arroz pegado con guiso que en el Caribe llaman manjar.
— ¿Las guitarras? —pregunto.
Ivonne, extrañada de que un periodista no conociera la historia, se acomoda en la silla para narrarla. Ocurrió el 30 de mayo de 2024, cuando un camión se accidentó en la carretera que bordea a Tasajera. Entonces pasó de nuevo: una multitud llegó para saquear la mercancía, esta vez 828 guitarras, avaluadas en 80 millones de pesos.
— Días después, un líder comunitario, José García, decidió ir casa por casa para recuperarlas y devolverlas. La Policía lo exaltó y la historia salió en televisión. La gente está cansada de que la estigmaticen por los saqueos. Por eso ahora se ha unido para ser noticia por algo muy distinto: la recuperación de la Ciénaga Grande de Santa Marta, el humedal más importante de Colombia —dice, con un tono fogoso, caribe, de quien se siente orgullosa de donde nació. Es hija de una familia de pescadores de Tasajera.
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La carretera que conecta a Ciénaga con Tasajera se conoce como la vía Ye. Bordea el mar Caribe, pero el espectáculo natural está opacado por el plástico. Hay montones a lado y lado del camino: botellas y bolsas. Para quienes venimos del interior, eso es basura. Para algunos habitantes de Tasajera y de municipios y corregimientos cercanos —como Pueblo Viejo, Isla del Rosario y Palmira— es “relleno” para construir sus casas.
Antes, hace ya muchos años, los pisos se sostenían con concha de ostra, lo que en parte explica que este molusco esté hoy en riesgo de desaparecer. Ahora se hace con plástico. Tal vez por eso no se recoge la basura: se sospecha que algún día podrá necesitarse. Las nuevas generaciones de tasajeros, sin embargo, piensan distinto y advierten que hay un problema cultural en el manejo de residuos, pero también una falla estructural en el servicio de recolección.
Es jueves. El cielo está despejado y el azul es intenso. En el pueblo algunos queman pólvora anunciando la llegada de diciembre; otros cantan en el garaje de una casa durante una fiesta de grado que, dicen, comenzó el día anterior. En algunas paredes pintaron el escudo del Junior. Tasajera divide su afición futbolera entre ese equipo y el Unión Magdalena.
En el parque, los pescadores levantaron una carpa. Allí les contarán a periodistas de todo el país cómo están recuperando la Ciénaga Grande, que se extiende a la orilla del pueblo, serena. La brisa trae olor a pescado.
Mientras inicia la reunión, converso con algunos habitantes. El tema de los saqueos a los vehículos se menciona poco. Zora de Ávila, vendedora de hielo para los pescadores, dice que detrás de esos episodios está la principal problemática del pueblo: la falta de estudio y de oportunidades laborales para los jóvenes. Se calcula que ocho de cada diez bachilleres de la Institución Educativa Departamental Rural de Tasajera no logran ingresar a la universidad. Para muchos, la alternativa es la canoa.
Tras la explosión del camión cisterna, los políticos prometieron desarrollo. Cinco años después, no han cumplido. Los servicios públicos siguen siendo precarios; los bajones de energía dañan las neveras. La indiferencia del Estado —dice otro habitante— es lo que más perjudica a Tasajera y lo que empuja a muchos a salir a la carretera a bloquear.
Toda la región parece suspendida en el tiempo. En algunos rincones quedan vestigios de la bonanza bananera: el Palacio Azul, en Ciénaga, construido a inicios del siglo pasado, antigua mansión de la familia Henríquez y punto de encuentro de la alta sociedad costeña; o la Casa del Diablo, cuyo dueño —dice la leyenda— sacrificaba cada año a uno de sus trabajadores en un pacto con Satanás para aumentar sus riquezas. La bonanza se evaporó tras la masacre de las bananeras.
Ocurrió el 6 de diciembre de 1928, cuando el Ejército abrió fuego contra miles de trabajadores de la United Fruit Company que se encontraban en huelga pacífica. De algún modo —comenta un habitante de Tasajera—, 97 años después el pueblo busca redimirse evitando otra masacre: la de la Ciénaga Grande, asfixiada durante décadas por la contaminación.
En la carpa toma el micrófono Adamir de la Rosa, representante de la Federación de Pescadores del Mar Caribe. El oficio de pescar —cuenta— se transmite en el pueblo de generación en generación. Él lo aprendió de su padre, que a su vez lo aprendió de su abuelo.
Hace un tiempo comenzaron a notar la desaparición de especies en la ciénaga, como el chivo grande o la corbinata. Aquello se lo atribuyen a la contaminación, que durante años tuvo múltiples causas.
La construcción de carreteras y el desvío de ríos como el Aracataca alteraron la dinámica de entrada de agua dulce y salada, desequilibrando el ecosistema por la salinización de sus aguas. A eso se suman los metales pesados y residuos industriales que transportan ríos como el Magdalena y que se acumulan en la ciénaga sin que ninguna autoridad intervenga, pese a que el ecosistema ha sido reconocido por la Unesco como reserva de la biosfera.
Otra forma de contaminación ha sido el plástico. Se calcula que el 96 % de la basura del manglar corresponde a botellas, vasos y bolsas. La Fundación Eduardoño, dedicada al fomento de buenas prácticas de pesca, estimó que cada año caen en la Ciénaga Grande de Santa Marta cerca de seis millones de bolsas. Ya se han detectado microplásticos tanto en el agua como en los peces, afectando su salud y su reproducción. En Tasajera, donde la vida depende del pescado, eso se traduce directamente en la economía del pueblo.
Por eso, relata Adamir, hace un año y medio los pescadores, con apoyo de la Fundación Eduardoño, decidieron descontaminar de plástico la Ciénaga Grande, “que es nuestra empresa, nuestra fábrica”. El trabajo involucra a los cubeteros, como llaman a quienes preparan las bolsas plásticas con agua congelada que los pescadores usan para mantener frías sus neveras en el mar.
— Durante años, cuando la cubeta se descongelaba, tirábamos la bolsa a la ciénaga. Ahora las traemos de vuelta, se las entregamos a los cubeteros, y ellos las almacenan para entregarlas a un colectivo de jóvenes llamado Gestores del Cambio, que destina el material a empresas de reciclaje. Así hemos evitado que casi un millón y medio de bolsas plásticas caigan a la ciénaga y al mar Caribe —dice Adamir. En la carpa lo aplauden.
Jainer Palacios Blanco, de 50 años, es cubetero y uno de los más reconocidos del pueblo. Alguna vez fue concejal. También trabajó como jefe de prensa de la Alcaldía y como redactor de noticias en Galeón Radio. Sin embargo, debido a una discapacidad visual —es invidente desde hace 16 años por una enfermedad congénita llamada retinosis pigmentaria—, dejó de ser contratado.
—Desde niño corregía textos, la forma de hablar de las personas. Me gusta la limpieza del lenguaje. Era muy bueno leyendo y por eso estudié comunicación social, pero por barreras actitudinales no he podido seguir ejerciendo. Entonces me dediqué a trabajar por la comunidad, a hacerle el bien al gremio pesquero y a recuperar la ciénaga para sentirme útil y sostenerme económicamente —cuenta.
Jainer almacena en su fábrica de hielo —es decir, en su casa, que colinda con la ciénaga— las bolsas que devuelven los pescadores. Cada cubeta cuesta $ 400. Al día se gana, en promedio, $150.000: cada pescador utiliza unas 50 durante su faena.
En Tasajera hay, mal contados, mil pescadores. Eso significa que diariamente se usan unas 50.000 cubetas; 50.000 bolsas que antes caían al agua y que hoy regresan para ser recicladas.
— Queremos cambiar la percepción que se tiene en Colombia de Tasajera y convertir al pueblo en un ejemplo mundial de sostenibilidad. Es la nueva visión de los jóvenes —dice Yair David Retamoso Rodríguez, de 18 años, integrante del colectivo Gestores del Cambio, mientras recorremos el pueblo en bicitaxi siguiendo la ruta semanal de recolección.
Las casas están abiertas y cualquiera puede entrar. La gente de Tasajera es hospitalaria. Desde los pisos altos, la vista del mar y de la ciénaga es amplia, limpia. El objetivo del recorrido es recoger las bolsas recuperadas por los cubeteros y llevarlas de vuelta a la carpa. Con la última que llegue se alcanzará la cifra de un millón cuatrocientas mil bolsas recuperadas.
Cuando por fin entra, en medio de aplausos, suena un toque de tambora. Como una señal: en Tasajera, por primera vez, devolver significa volver a empezar.