Diciembre es el mes de los balances. Las ciudades pasan revista a sus cifras, comparan años, celebran descensos y prometen correcciones. En seguridad, el ritual se repite: el foco vuelve a ponerse —una vez más— en los homicidios. Pero en Santiago de Cali esa lectura resulta cada vez más estrecha. La violencia no desapareció cuando comenzaron a bajar los asesinatos. Se transformó. Dejó de contarse en muertos visibles para empezar a medirse en ausencias permanentes, los desaparecidos.
Los datos no admiten ambigüedades. Desde 2003, las desapariciones en Cali se han quintuplicado, pasando de 124 casos en 2003 a 596 en 2024. Y el dato más perturbador es este: cerca del 50 % de las personas desaparecidas nunca vuelven a aparecer. No se trata de un fenómeno marginal, ni de una estadística defectuosa, ni de una condición que pueda minimizarse. Se trata de un método. La caída de los homicidios no implicó una pérdida de poder criminal, sino su reconfiguración silenciosa. La violencia no retrocedió: aprendió a ocultarse.
Ese método opera, además, desde dentro de la ciudad. El 96 % de las desapariciones ocurre en la cabecera municipal, en barrios donde el miedo explica mejor que cualquier indicador. No es una herencia del conflicto armado en la periferia rural, sino una forma de control criminal incrustada en el corazón urbano, una herramienta cotidiana de disciplinamiento social.
La selectividad del fenómeno agrava el diagnóstico. El 28 % de las personas desaparecidas son menores de edad, y el riesgo se intensifica justamente donde la vulnerabilidad es mayor. En la adolescencia temprana (10–14 años), el 73,7 % de las niñas desaparecidas no regresa, frente a un 63 % de los niños del mismo rango. En la adolescencia tardía (15–17), la probabilidad de no retorno sigue siendo mayoritaria y mantiene brechas persistentes: 71 % en mujeres y 59 % en hombres. La desaparición no es neutra: se ensaña con la edad y con el género.
El silencio que rodea a las desapariciones tampoco es accidental. La violencia abandona el espacio de la noticia o el reporte judicial y se instala en la incertidumbre: sustituye el cadáver visible por el ausente inexplicado, que no conmociona porque no aparece. Así, la desaparición neutraliza al adversario, la atención social y mediática. Mientras el homicidio irrumpe, conmociona y exige respuestas, la desaparición erosiona la reacción institucional y normaliza el miedo en los barrios sin dejar rastro ni testigos.
Colombia ya había visto esta forma de criminalidad en su lucha contra la insurgencia. Buenaventura fue el ejemplo más reciente cuando las casas de pique fueron descubiertas: espacios domésticos convertidos en infraestructuras concebidas no solo para matar, sino para hacer desaparecer. Años después, México mostró la misma lógica llevada a una escala mucho mayor: campos de exterminio y sitios de desaparición sistemática pensados para impedir que la muerte exista como hecho verificable. En ambos casos, la lección es la misma: cuando el homicidio genera ruido, presión política y respuesta institucional, la desaparición resulta más eficiente. Cali no reproduce —todavía— esas materialidades extremas, pero sí comparte la premisa que las hizo posibles: una violencia urbana que se perfecciona.
Cuando los homicidios descienden, pero el control criminal se profesionaliza; cuando las estadísticas ‘mejoran’ sin que la gobernanza lo haga; cuando la violencia deja de contarse en muertos visibles, sino en ausencias persistentes, hay que observar con cautela. Ahí se revela la señal de que Cali no ha salido del ciclo, sino que ha ingresado en una fase que las autoridades aún no reconocen.
Medir la seguridad únicamente a través de los homicidios es leer el pasado. Comprender las desapariciones —su lógica, su método y sus efectos— hoy es asumir, sin evasivas, que el presente real de la ciudad y el futuro que se está construyendo si no se corrige a tiempo.