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Hogares campesinos, la mejor escuela de los jóvenes de las montañas del Valle

Dos egresados de Hogares Juveniles Campesinos son ahora directores de las instituciones donde se educaron, uno en El Dovio y otro en El Hormiguero. 50 años de una obra que siembra paz.

5 de octubre de 2013 Por: Alda Mera, Reportera de El País

Dos egresados de Hogares Juveniles Campesinos son ahora directores de las instituciones donde se educaron, uno en El Dovio y otro en El Hormiguero. 50 años de una obra que siembra paz.

Sembrar, cultivar, cosechar fueron los verbos que conjugó en su infancia. Y arrancar la maleza, desyerbar, sacar la mala hierba, también. Por eso, cuando su mamá lo llevó de El Filo, su vereda cerca del Cañón del Garrapatas, para que hiciera su bachillerato en El Dovio, pueblo del norte del Valle, César (Henao Vélez) ganó el año, pero sufrió: extrañaba el campo, los animales, las montañas verdeazules acariciadas por la neblina.Entonces ella, madre soltera, con esfuerzo, reunió los $45.000 que valía ingresar al internado de Hogares Juveniles Campesinos, HJC, de La Hondura, una de 28 veredas desperdigadas sobre el cañón. Un naciente colegio con albergue daba la oportunidad de estudiar a los niños que vivían hasta a cinco horas de camino. Ya no se quedarían en el limbo de la primaria, harían bachillerato técnico agropecuario.César fue de los mejores alumnos. Muy comprometido, muy inquieto, todo lo preguntaba y desde niño dijo que quería ser médico veterinario, cuenta su profesor del área agropecuaria, José Vidal. Y con su amor por el campo y su buen Icfes (97 entre mil estudiantes) como únicas herramientas, se inscribió a la Universidad de Caldas. De 700 aspirantes, dejaron 60 y él fue el número 20, recuerda con la mirada nublada, la voz ahogada. Seis años después, el hoy médico veterinario zootecnista, aún no cree cómo, con apenas 16 años, se fue solo, sin conocer y sin recursos, a matricularse a Manizales. Pero allá ocurrió otro milagro: como hijo de madre soltera, del campo y buen Icfes, su matrícula fue de solo $43.000.Y cosechó en abundancia: fue monitor de dos áreas de estudio, se vinculó a un grupo de investigación de Colciencias, figura en una publicación conjunta en una revista de la Universidad de California y hasta hizo un diplomado en mercadeo agropecuario. Con tantos frutos, a sus 22 años César dejó la comodidad de un salario mínimo en la ciudad y volvió al HJC de La Hondura a labrar la tierra y devolverle lo que esta Fundación le dio.“Vivo muy agradecido con el HJC, sino fuera por esta Fundación no hubiera estudiado. Aquí aprendí la disciplina y mucho de la parte técnica, ni siquiera en la universidad porque allá aplican modelos americanos y europeos y cuando los alumnos salen, se estrellan con la realidad del país”, dice. Él es uno de los 224.000 niños del campo que los HJC han formado en 50 años que cumplen este año cultivando la esperanza. Y vuelve como director de éste, uno de cinco HJC que hay en el Valle del Cauca, apostándole al sueño de monseñor Iván Cadavid López, su fundador, que desde 1963 promovió lo que otros apenas están descubriendo: que la paz vendrá del campo. “Es maravilloso ver el impacto en el tiempo de un alumno que vi crecer; en la universidad pudo reafirmar sus conceptos, replantear otros, pero siempre tuvo mucha sensibilidad por la situación de los campesinos, de que no puedan hallar el bienestar en el campo”, dice Adriana Abadía, fundadora y gestora el HJC de La Hondura, adscrito a la institución educativa Juan Salvador Gaviota, de la cual es la rectora. Pero sembrar esperanza implica erradicar la maleza. La mala hierba se multiplica en lo hondo del Cañón del Garrapatas, donde los cultivos no tienen fines alimentarios.Los capos de las plantaciones y los laboratorios de coca, el tráfico de drogas, están a la caza de adolescentes necesitados e ingenuos. Sean Rastrojos, Urabeños o Nuevos Rastrojos, los entusiasman pagándoles $800.000 al mes, llevando algo, campaneando, haciendo alguna vuelta. Pasados tres meses no les vuelven a pagar, pero ya enganchados con el negocio sucio, no se pueden salir. Huir es morir.Una docente de una de las 28 escuelas de la Asociación de Centros Educativos del Cañón del Garrapatas, dice que un día lloró cuando vio pasar a una ex alumna de 13 años con el fusil al hombro al frente de la escuela. Por fortuna, a los cinco meses el Ejército la rescató y la llevó a una institución de protección de otra ciudad del país.Así el HJC es una especie de oasis para niños que, a su edad, han vivido realidades tan crudas que desdibujan el bucólico paisaje de El Dovio. Como toparse en el camino con seis hombres asesinando a alguien y ser obligado a enterrarlo para salvar su vida. O niñas violadas por quienes mataron a su padre y a su hermano. “Los niños desprotegidos no solo están en las grandes ciudades”, dice la comunidad. De ahí la preocupación de no dejar que la mala hierba crezca en el corazón de los jóvenes campesinos, vulnerables al reclutamiento de grupos ilegales: los de familias pobres, con el padre muerto por el mismo conflicto, es el cuadro que ve Viviana Serna, sicóloga del HJC. Y sin trabajo porque, dice César, ya no contratan gente al jornal porque las fincas se quedaron en el modelo productivo antiguo, que ya no es competitivo para épocas de los TLC.Para que no se enreden en ese berenjenal, este egresado y ahora director del HJC, llega cargado de semillas para que los niños y la gente entiendan que no solo la coca y la marihuana dan plata. Bastan el conocimiento y buenas ideas para crear proyectos sostenibles, rentables, complementarios y amigables con el medio ambiente. “Mi objetivo es impactar la región y que los campesinos de la zona repliquen también este modelo productivo”, dice. Y muestra cómo aprenden a criar cerdos, gallinas ponedoras de huevo limpio (orgánico), a labrar y a sembrar frutas y verduras, verbos que marcaron su infancia y su vida. Pero también a crear proyectos de emprendimiento agropecuario, cómo comercializarlos o mercadearlos sin intermediarios y a trabajar en cadenas productivas limpias (sin químicos ni concentrados).Nadie mejor para enseñarlo que él, que también arregló y limpió la habitación del internado, como ellos, que lavó la loza y su ropa, que estudió pese a las carencias y regresó para sembrar. Y cortar de raíz esa mala hierba que crece por ahí, la de los reclutadores de menores al servicio del narcotráfico, y cultivar la esperanza que cultivó desde niño: que la paz vendrá del campo.El HormigueroRubén Darío Domínguez es otro bachiller de un Hogar Juvenil Campesino, el de Yotoco, cuya vida quedó sembrada a esta institución. Su madre, viuda víctima de la violencia, con siete hijos, halló en el HJC la posibilidad de educar a dos de ellos. En 1984, ya bachiller, Rubén Darío vino a buscar el sueño caleño en casa de sus parientes en el barrio La Isla. No halló trabajo, sino más violencia: expendios y consumo de drogas, redadas de la Policía, atracos y hasta el asesinato de un joven frente a la casa.Eso lo llevó a reflexionar que la urbe no era lo que él quería. Regresó a la finca materna a cultivar, contrariando el deseo de sus allegados que querían que el primer bachiller de la familia triunfara en la ciudad.Como estudiaba a distancia Administración con énfasis en organizaciones comunitarias, se vinculó como asistente administrativo al HJC de Yotoco, donde se educó. Por su buen desempeño, Monseñor Iván Cadavid, lo llevó a trabajar a la sede nacional en Chía, Cundinamarca.El campo lo llamó de nuevo y con su título de Tecnología en Empresas Asociativas y Organizaciones Comunitarias, hace once años se vinculó como director del HJC de El Hormiguero, zona rural de Cali. Allí estudian 109 niños, incluido su hijo Sergio, de 11 años, que ya cultiva. Prueba de que cada HJC es un semillero donde germina otra opción distinta a la ciudad.

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