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Último aviso

El balompié profesional es un millonario negocio privado al que no solo debería preocuparle los dividendos de sus socios sino el papel que cumple esa actividad como fenómeno social de masas.

25 de septiembre de 2022 Por:

Los violentos hechos de la semana pasada en los estadios de Tuluá y Valledupar son otro aviso de una tragedia anunciada que aún se puede evitar.

Aunque sobre esto de entrar a buscar soluciones a un problema y no hacerlo, el fútbol nuestro no hace otra cosa que parecerse al país en el que habita.

Igual, no es excusa. El balompié profesional es un millonario negocio privado al que no solo debería preocuparle los dividendos de sus socios sino el papel que cumple esa actividad como fenómeno social de masas.
Entonces, quien saca un permiso ante el Estado para exhibir un espectáculo, monta una carpa para tal fin y se lucra con él, tiene como primera responsabilidad respetar la ley, al menos, allí, en los estadios. Eso incluye garantizar la seguridad de protagonistas y asistentes.

En consecuencia, ¿por qué la Dimayor, que agrupa a los clubes, no comienza por reservarse el derecho de admisión a esos escenarios por parte de personas que, primero, incitan a la violencia y, luego, la hacen, a ojos de todos, sin que haya sanciones drásticas?

Violencia que pasa por el intento de linchamiento, como sucedió en Tuluá contra jugadores y cuerpo técnico del Deportivo Cali, por parte de antisociales disfrazados de seguidores. Cosa que ya ha pasado en más de una oportunidad en Colombia con otras de las tales barras bravas que dicen seguir a sus equipos. Una disculpa para hacer ese otro juego que tanto les gusta: el de la anarquía y la muerte. Lo dicen las cifras de víctimas.

Es ahí cuando aparece el otro responsable de que este asunto se haya convertido en lo que ya es: un problema de Estado, nada nuevo además.
El barrismo, como se le denomina eufemísticamente a esta forma delincuencial, viene azotando hace años al país. Y poco se ha hecho por parte de las administraciones.

Aquí, los gobiernos nacionales y locales le tiraron la pelota a la Policía Nacional. Como si esa institución no tuviera encima tantos desafíos en una sociedad cada vez más sometida por el crimen y la inseguridad general.

Al final, como pasa con muchos de nuestros líos, la violencia de las barras bravas se hizo paisaje, se normalizó.

Hoy convivimos con ella. Con las fronteras invisibles que marcan unos y otros, ya no solo en sus ciudades sino en otros puntos de la geografía. Son esas mismas estructuras que saquean tiendas y mercados a su paso por las carreteras. Y las mismas que, dicen quienes conocen el asunto por dentro, ponen contra la pared a directivos de los equipos para obtener beneficios que van desde entradas hasta transporte. También, dinero.

A esta última historia le falta una paradoja: igual, esas barras se convierten por momentos en soporte de directivos, sobre todo, en medio de las crisis deportivas.

¿En calidad de contribuyentes, cuánto nos cuesta todo esto? Sume: obligado despliegue de miles de unidades policiales que desatienden otros frentes, desvalorización de zonas enteras adyacentes a los estadios, destrucción del mobiliario urbano y afectación a la propiedad privada de miles de negocios, casi todos de pequeños propietarios
Y lo más grave: la pérdida de vidas y de rumbo de una generación que no debería tener otra pasión que el amor por sus equipos.

¿Y quiénes son ellos? Por lo general, muchachos sin educación ni oportunidades. Pero eso no justifica su proceder. ¿O también van a ser candidatos a la cacareada política de remuneración a cambio de antecedentes?

Y no se trata de acabar con el fútbol. Sería vender el sofá. Pero esto no da más plazos. Ahí queda el aviso, el último aviso. Estamos advertidos.

AHORA EN Victor Diusaba Rojas