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La herencia de ‘Popeye’

Murió ‘Popeye’. O murió alias ‘John Jairo Velásquez Vásquez’. Aunque parecería ser al contrario.

10 de febrero de 2020 Por: Víctor Diusabá Rojas

Murió ‘Popeye’. O murió alias ‘John Jairo Velásquez Vásquez’. Aunque parecería ser al contrario. Tipos como él se vuelven tan insaciables en el propósito de convertirse en tristemente célebres que responden más al mote que al nombre propio.

Por eso mismo, aparte de abrirse paso en el mundo del hampa, ‘Popeye’ se empeñó en que lo identificaran como jefe de sicarios del Cartel de Medellín. Así quería que lo recordaran. Incluso cuando luego fue a parar a la cárcel, mientras su jefe, hecho un guiñapo, acababa agujereado a tiros en aquel tejado de una calle cualquiera.

Pero una vez quedó libre -imagino que por pena cumplida-, a los colombianos nos tocó soportar su segundo tiempo. Es ahí, ya en la calle, cuando ‘Popeye’ fue elevado, de manera inaudita, a personaje de la vida nacional.

Pasó entonces de vulgar asesino a coleccionista de ‘likes’ y a inspirador de una serie de televisión. Y tiempo le quedó para oficiar de activista político, sin que aquellos a quienes hacía de barra brava salieran de manera contundente a desmarcarse de él.

Alegaba en su defensa que ya estaba en paz con la ley y con Dios. De lo primero dio fe la Justicia. Sobre lo otro, dudo que lo suyo tenga perdón como tampoco creí jamás en su arrepentimiento. De hecho, el tipo siguió disparando salvas en las redes sociales, henchido de altanería y soberbia. Con bastante eco, además.

Pero todo tiene su final y ahora le tocó a Popeye. Sin embargo, eso es relativamente cierto. Mejor dicho, Popeye se marchó en cuerpo, pero su alma sigue ahí, entera. Se fue el matón y el parlanchín, pero se queda con nosotros su maldita herencia.

¿Cuál? Esa forma de vida loba y emergente que los ‘popeyes’ y sus patrones impusieron. Y que la gente, primero, descubrió y, luego, adoptó, hasta hacerla propia y cotidiana, sin ruborizarse.

Es ese afán permanente de ostentar y de andar mejor montado que nadie, en el amplio sentido que se le da al término. Y ‘embambarse’ a tope, por ejemplo, para que el oro que te pones encima haga que te miren ‘como te merecés’.

También, de los mismos creadores llegó y se quedó a vivir la moda de las cirugías estéticas extremas. Esas con las que uno no se siente atraído sino sobrecogido. Y del mismo cuero salen las correas de parrandas infinitas y ensordecedoras, hechas a punta de letras que riman con cruces y vueltas. Y se aprende que más vales muerto que sencillo y comulgas con el ‘¡pa' las que sea!’, que no conoce de límites ni de vergüenzas.

Además, exportamos. Hace unas semanas vi en México una valla promocional de una aerolínea de ese país que garantiza convertir un cuate en un parcero, con solo ponerlo en dos horas en Medellín. Parcero, aquel genérico que nos colgaron cual apellido a todos los colombianos. ¿Me explico, ‘parce’?

Así es que, como dijo el colega Carlos Sanabria, para las generaciones actuales y las que están por venir, ‘Popeye’ será a la larga nada más que una serie de televisión, antes que uno de los capítulos más dolorosos de nuestra tragedia.

Respetable, sí, que cada uno le dé a ‘Popeye’ y a sus tropelías el valor que estime. O que salgan a lamentar su partida. De mi parte, que lo lloren sus deudos.

Sobrero: vacío inmenso deja Myriam Hernández Sabogal, quien falleció la semana pasada. Ella, socióloga de la Universidad Javeriana, hizo de la Ley de Víctimas y de la de Restitución dos causas por las que batalló sin descanso.

Por eso, se ganó el respeto de tanta gente, incluidos sus contradictores. Gracias a Myriam, miles de los desplazados y desposeídos cuentan hoy con herramientas legales para luchar, en medio de condiciones cada vez más difíciles, por aquello que les pertenece y se les ha arrebatado de la peor manera.

Sigue en Twitter @VictorDiusabaR

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