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Hambre y desperdicio

Según varios diagnósticos que casi siempre pasan por la FAO, en el mundo desarrollado la gente compra más de lo que necesita y luego se ve obligada a echar a la basura cosas que aún son consumibles.

17 de febrero de 2019 Por: Víctor Diusabá Rojas

El Banco de Alimentos de Colombia y la Conferencia Episcopal revelaron la semana pasada que los colombianos botamos al año casi diez millones de toneladas de comida, con las que perfectamente se podría alimentar a ocho millones de personas.

Un indicador tan vergonzoso nos cae encima en medio de esta crisis humanitaria de Venezuela que nos pega de frente, a la que hay que sumar las necesidades básicas insatisfechas de millones de colombianos.

¿Cuáles soluciones hay? No es tan fácil. En el mundo el desperdicio anual es de 1.300 millones de toneladas (de acuerdo con la FAO). Por supuesto que una cosa es botar comida en Suecia, por poner un ejemplo en el primer mundo; y otra, en Etiopía, eterno y viejo parangón a la hora de hablar de pobreza. Sin entrar en baile de cifras, se puede afirmar que los suecos producen el doble de alimentos que los etíopes. Conclusión: ahí está el problema.

Sí, ahí está el problema. Pero no todo, ni mucho menos. Porque cuando entramos en terrenos del derroche las proporciones son similares. Es decir, para hablar en términos de ciudades capitales, un ciudadano de Estocolmo tira tanta comida como uno de Addis Abeba. O similar pasa entre uno de Helsinki y uno de Cali.

Aunque, y ahí es donde podemos comenzar a tomar conciencia para saber que somos parte tanto del problema como de la solución, ambos desperdicios se dan en diferentes etapas de la cadena.

Según varios diagnósticos que casi siempre pasan por la FAO, en el mundo desarrollado la gente compra más de lo que necesita y luego se ve obligada a echar a la basura cosas que aún son consumibles.

En cambio en los países pobres el problema comienza desde el mismo despegue del proceso, por malas prácticas en la producción, el transporte y el manejo de los alimentos. Cuando frutas, verduras y tubérculos es eso que “más se daña” de nuestros mercados, no hacemos más que dar la razón a esos análisis.

Pero lo que me ha llevado a tocar el tema en esta columna es la ‘inocuidad alimentaria’, ligada de todas maneras al desperdicio. La inocuidad alimentaria (tomo la definición básica) habla de “las condiciones y prácticas que sirven para preservar la calidad de los alimentos y prevenir la contaminación y las enfermedades transmitidas por el consumo de alimento”.

No es este un tema menor y más bien merece hacer mayor presencia en nuestra agenda. ¿Por qué? Porque culturalmente nos hemos acostumbrado a consumir lo que está ahí, puesto o exhibido en condiciones que no son saludables y además sin ninguna trazabilidad sobre su procedencia.

En otras palabras, ese hecho aparentemente simple de consumir (además porque nos toca) las zanahorias o la empanada, puestas en la calle (y, no crean, también la lechuga de supermercado o la pizza de la plazoleta de comidas del centro comercial), debería tener un mayor cuidado de quienes responden por su calidad y su carácter saludable. Primero, el Estado, como regulador. Y segundo, el sector privado, que maneja el negocio.

Que Naciones Unidas, la FAO, la Organización Mundial de la Salud y la Organización Mundial del Comercio hayan decidido sentarse por estos días a hablar del tema no debería pasarnos de largo. Sobre todo si ese descuido, por llamarlo de alguna manera, deja 420 mil muertos al año en el planeta y 600 millones de personas aquejadas por enfermedades que, dicen ellas, “van desde diarreas, salmonelosis o cólera, hasta cáncer”. Se abre el debate.

Sobrero:

Ahora que Judith Gómez Colley se ha marchado, hay que decir que seguirá viva en todo aquello que propuso, escribió y editó, eso que jamás se lleva el viento. Y en la memoria de sus compañeros de redacción y de quienes la conocimos y la tratamos. Paz en su tumba y condolencias a los suyos y a esta familia de El País.

Sigue en Twitter @VictorDiusabaR

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