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Generación Fortnite

Me considero un damnificado de Fortnite. No solo porque ha invadido parte del espacio del mundo en que habito sino porque, y quien sabe si esto otro sea peor, porque no me he atrevido a jugarlo.

7 de abril de 2019 Por: Víctor Diusabá Rojas

Me considero un damnificado de Fortnite. No solo porque ha invadido parte del espacio del mundo en que habito sino porque, y quien sabe si esto otro sea peor, porque no me he atrevido a jugarlo.

¿Qué es Fortnite? El aparente entretenimiento de juego en línea destinado, se suponía, a menores de edad, pero que hoy tiene atrapados a millones, adultos entre ellos. En él, la idea es sobrevivir -o mejor, morir último- en batallas en espacios cada vez más reducidos en las que se triunfa con habilidad y puntería, más estrategia. Todo virtual, sin sangre, reparan sus defensores.

No conocer hoy qué es Fortnite es como andar hace veinte años sin saber de qué iba el correo electrónico. La equivalencia puede sonar exagerada, pero no es así. Ocurre que un fenómeno como Fortnite es más que un simple divertimento hecho con la magia de la tecnología.
Fortnite es un negocio millonario (¿mil millones de euros anuales?) que no es lo que más me preocupa. Porque también son negocios en estos tiempos el fútbol y el arte. Y la educación sí que lo es, sin que nadie se moleste.

Y como juego, Fortnite también es ocio, esa otra parte de la vida que no necesariamente es trabajo. Con esa marca encima, Fortnite se mueve fácil en los hogares como quien no quiere la cosa.

Hasta ahí, bien. O casi bien. Los problemas comienzan cuando los niños se hacen soldados a su servicio; o mejor, zombies. Y así como los niveles de adicción pueden llegar a superar cualquier cálculo racional, los aspiracionales les corren parejos.

Un pequeño jugador asiduo de Fortnite termina atrapado por la telaraña de su práctica. Pero también aquel a quien se le impide o prohíbe que lo haga. Y esta es la parte que deberíamos preguntarnos todos los padres que presumimos de tener a la bestia controlada (digo, Fortnite): ¿Acaso no estar en ese club de adictos es casi dejar de existir en el círculo social, por ejemplo, en el colegio donde estudian?

Y si para cosechar esos adeptos se recurre por parte de los fabricantes a manipulación psicológica, que va desde disparar en su cabeza las mayores sensaciones de placer hasta despertar la incomparable satisfacción de la victoria, todo ello fruto de una cerebral operación, estamos fritos.

Es por todo ello que urge hacer algo. Hay propuestas de regulación y limitación de uso. Otras, de franca prohibición. La propia Organización Mundial de la Salud ya alertó sobre los alcances de las adicciones ligadas a este tipo de prácticas. Y valdría la pena investigar si figuras del deporte y de las redes sociales que se prestan para promocionar el juego lo hacen a título de simples practicantes o como ejercicio para incrementar sus pingües ganancias. O ambas a la vez.

Pero lo mejor es esto: no hacer nada. Sí, esta es la generación Fortnite. Admitámoslo, es imparable. Y lo serán todos los hijos del carácter invasivo de la tecnología, o mejor, del complejo uso que se hace de ella. Como cuando los teclados desaparezcan y las órdenes sean mentales (¿fantasía?, qué va), más todo lo que se verá si el mundo dura.

?¿De qué tratarán entonces los juegos? Ni idea, solo se sabrá entonces que Fortnite es un viejo recuerdo; y el correo electrónico, un dinosaurio.

Sobrero: Dice mi amigo Alejandro Samper, periodista, que sin Rodolfo Aicardi, Gustavo ‘El Loko’ Quintero y Pastor López, la música de diciembre es, oficialmente, una ‘muertoteca’. Es posible, Alejandro. Solo que nunca más cierto aquello de que el vivo al baile, la mejor forma de recordarlos. Y de remate, a la madrugada, Alberto Cortez. Está invitado.

Sigue en Twitter @VictorDiusabaR

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