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Éxodo

Menos esperaban verse fusil en mano o cavando trincheras o en busca de señales de vida entre humo y escombros. O como parte del mayor y más rápido desplazamiento forzado de los últimos 80 años en el mundo.

13 de marzo de 2022 Por:

Las imágenes de destrucción del hospital materno infantil en Mariúpol, Ucrania, nos recuerdan el terror como la peor de las armas contra la población civil.

Vuelven así desde el pasado las macabras escenas de las noches sin fin de calles enteras de Londres ardiendo bajo los bombardeos de la Alemania nazi o el martirio de una ciudad como Dresde, sin piedra sobre piedra, víctima de la postrera embestida aliada.

Ahora, una vez más, como decía en estos días mi amigo y colega Mauricio Sáenz, sabemos cómo comienza una guerra, pero no podemos advertir de qué manera va a terminar. Y lo peor, cuándo.

Pero me quiero detener en algo que nunca ha dejado de asombrarme: el heroico papel de la mujer en medio de estas carnicerías. Y su enorme capacidad para asumir tamaña realidad sin derrumbarse. Como sucede en Ucrania, donde ellas se multiplican para ser, al mismo tiempo, cabeza de familia y acompañantes a la distancia de los hombres que se marcharon al frente.

Porque ocurre que, así como la guerra no merece más que repudio, son las circunstancias las que deciden por la gente y entonces muchos resultan, de un día para otro, envueltos en un torbellino.

Basta ver a los ucranianos ¿Imaginaban hace apenas un mes lo que les esperaba, mientras llevaban a sus hijos a la puerta de la escuela o jugaban con ellos en el parque? ¿Tenían sospecha de que sus vidas iban a cambiar en segundos?

Menos esperaban verse fusil en mano o cavando trincheras o en busca de señales de vida entre humo y escombros. O como parte del mayor y más rápido desplazamiento forzado de los últimos 80 años en el mundo.
A la espera de que algún vecino de frontera les brinde un techo o un plato de comida. Seguro, no lo imaginaron jamás, más allá de tomarse en serio las amenazas de Moscú.

Ahí, cuando todo es confusión y caos, ya sea al lado de quienes se preparan para recibir un nuevo ataque ruso o abriendo camino a la nueva diáspora que marcha rumbo a Polonia, Rumania y Finlandia, surge la figura de la mujer de siempre ante la guerra.

Quizás la única diferencia con el ayer está sea la vestimenta, que no mata el frío, pero lo mitiga. De resto, todo es igual. Brazos que se multiplican para servir de abrigo a los niños, manos que llevan consigo lo poco que se pudo sacar de la casa y algún lazo de cariño al que va atada la mascota.

Entonces, la ucraniana que sale herida o ilesa del hospital de Mariúpol resulta ser más que parecida a la mujer colombiana que Jesús Abad Colorado nos ha enseñado desde su lente, con sus corotos, sus pelados, el perro y, si se puede, una o dos gallinas.

Y, en esencia, es la misma mujer que retrató el legendario Robert Capa en un camino polvoriento de la España de la guerra. Ahí la ve uno en la pared de un museo. Carga con una maleta en la mano mientras con la otra tira de sus tres hijos. Metros atrás marchan hombres con la derrota a cuestas y la mirada puesta en el piso. Ella no, mira al horizonte, como si supiera dónde va. Es el éxodo, ese viaje sin tiquete de regreso.

Otras tan valientes como ellas se quedan a resistir al hambre y a la muerte. Sobre eso hay una foto célebre. Es la de una mujer en Madrid que corre a buscar refugio ante la inminencia de las bombas que están por caer. Lleva de la mano a una niña de unos cuatro o cinco años. Mira al cielo, por si acaso ya es demasiado tarde para escapar al ataque. Entre tanto, la niña deja ver su seguridad, la de tener a su madre.

Un detalle cierra el cuadro: el abrigo que lleva puesto la nena está mal apuntado. Arriba, le sobra un botón. Abajo, un ojal. Está claro: al sonar la alarma han salido de prisa de su casa, no sin que antes ella, la madre, se haya tomado el trabajo de vestirla como se debe para que no coja un resfriado en aquel día de bombas, pero también de invierno.
Sigue en Twitter @VictorDiusabaR

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