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A mi tía Graciela se le murió su marido. Llevaban treinta o cuarenta años juntos, da igual. Ha sido media vida y con su muerte ella sintió que media vida se le había marchado.

25 de febrero de 2019 Por: Vanessa De La Torre Sanclemente

A mi tía Graciela se le murió su marido. Llevaban treinta o cuarenta años juntos, da igual. Ha sido media vida y con su muerte ella sintió que media vida se le había marchado. Cómo no. Se conocieron siendo adolescentes y se despidieron ad portas de la tercera edad.

La imagen de mi tía desgarrada llorando desconsolada me da vueltas incesantes en la mente. La vida, frágil e impredecible como es, se puede desbaratar en segundos y dejarlo a uno desmoronado y triste en un santiamén, con un dolor irreparable con el que toca -o no- aprender a vivir hasta el final.

Este fin de semana murió también Humberto Rey Vargas, pediatra genial, ser humano increíble, padre tremendo, íntimo amigo de mi papá fallecido que debe estar feliz brindando con ‘El Mono Rey’ en el cielo. Podría asegurar que se van a poner el más allá de ruana como tantas veces lo hicieron con el inmediato acá.

Es lo irremediable. Si uno está vivo, se muere. Punto. Pero es tan triste, tan inexplicable, tan sorpresivo, tan triste, tristísimo, que es imposible no partirse en dos y, entonces, dividir la vida en lo que era y ahora es.

Esas lecciones de vida y muerte me dejan reflexiones y quiero compartir un par con ustedes: la pasión para todo lo que se hace en la vida, el amor para gritarlo, vivirlo, decirlo y sentirlo a los cuatro vientos, la dedicación para todo, para trabajar y reír por igual, la compasión para comprender lo incomprensible y el tiempo para aquellos que tanto se ama.

La vida, bella y sin misericordia, tiene límite. Hay que vivirla con el amor de mi tía Graciela y su esposo. Hace falta detenernos y preguntarnos si lo estamos haciendo.

***

PD:
entrevisté ayer a Juan Guaidó para Noticias Caracol. Qué valentía. Qué determinación y qué amabilidad. Ojalá la vida le permita ver en la suya a una patria distinta, la que soñó, la que se debe lograr con diplomacia y sin balas. Aquellos que piden a gritos una intervención militar, ¿se han preguntado lo que pasaría el día siguiente? ¿Están dispuestos a ponerse un uniforme? Porque pedir guerra con los hijos de otros es cómodo.

El Siglo XX recuerda con enternecimiento los tanques de los aliados que llegaron tras la derrota nazi. Los pocos tanques que llevaron libertad. Los demás han dejado una estela de destrucción que a estas alturas ha sido difícil reparar y que bajo la batuta de la libertad dejaron ciudades destruidas y nuevas guerras instaladas. Grandes, enormes aquellos que logran cambios sin acciones guerreristas. Ojalá Guaidó sea uno de ellos.