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Mujeres bajo encierro

Hay algo inquietante en las estadísticas: a menor educación e ingresos, el maltrato a la mujer, la agresión sexual y el feminicidio se vuelve mayor.

20 de enero de 2021 Por: Santiago Gamboa

Uno de los datos más devastadores del 2020, consecuencia de la pandemia, es el aumento de los feminicidios en Colombia. No sólo del crimen, sino en general del maltrato a la mujer y, más en general, del aumento de la desigualdad, esa provinciana y detestable costumbre criolla que bucea en la tradición del machismo nacional tan patente en nuestras canciones, sobre todo las que celebran la ‘colombianidad’ refiriéndose a “las hermosas flores, las montañas, los colibríes y las mujeres” del país, como si ellas no fueran también ciudadanas sino un atributo del paisaje. Ahí empieza todo.

Hay cosas más concretas como la desigualdad salarial a favor del hombre, y esto no sólo aquí: en la mayoría de países de América Latina.
¿Cómo en algo tan evidente no se ha podido lograr un cambio?
Tradiciones, lugares comunes, culturas. Según el esquema patriarcal la mujer, al no ser considerada cabeza de familia, tiene menor carga económica, lo que es asombrosamente falso, pues, al contrario, suele ser ella quien tiene la cabeza en su sitio y permite que la economía familiar no colapse.

Que yo sepa, además, las reglas del capitalismo -y mucho menos nuestro primitivo capitalismo latinoamericano- no incluyen la idea extravagante de que el sueldo se deba calcular por las necesidades del contratado, sino por su experiencia y titulación, un ámbito en el que hombres y mujeres están en absoluta igualdad. Pero no, no hay igualdad, y esta es una de las muchas formas de feminicidio simbólico que campean en nuestras presuntuosas aldeas.

Hay algo inquietante en las estadísticas: a menor educación e ingresos, el maltrato a la mujer, la agresión sexual y el feminicidio se vuelve mayor.
Los hombres ricos y bien educados también golpean, violan y matan mujeres, pero en una proporción inferior, tal vez porque los ricos son menos y eso en las estadísticas cuenta. Según cifras de 2018, en América Latina había 184 millones de pobres, de los cuales 62 millones en la pobreza extrema. Con esto podemos imaginar la silenciosa catástrofe, de la que conocemos un porcentaje muy bajo.

En Colombia, en 2020, hubo 569 asesinatos de mujeres, 12 de ellas embarazadas, siempre por parejas o ex parejas. Según el Director de Medicina Legal, antes de la pandemia la mayoría de los crímenes se cometían los domingos entre las 6 y las 8 de la noche, pero ahora el encierro amplió el horario. Los motivos siguen siendo los mismos:
alcohol, frustración, celos, pobreza. Y el sexo, claro. El considerarlo una válvula de escape, al lado del alcohol. El sexo nos reproduce y da placer, pero también nos mata. O nos humilla y envilece.

Cuenta Rigoberta Menchú, indígena quiché de Guatemala, que en su comunidad había una tradición terrorífica: como los hombres eran jornaleros y trabajaban en tierra ajena, con frecuencia eran castigados por los capataces. ¿Cómo recuperaban su honra? Al volver a sus casas violaban analmente a sus esposas delante de los hijos. Humillar a alguien considerado inferior restablecía su autoestima.

Esto nos muestra que el feminicidio, literal o simbólico, ha sido una constante en la historia, al punto de que, al menos en Colombia, el lugar más peligroso para una mujer, estadísticamente, resulta ser su propia casa, donde sucumbe en manos de ese mismo varón que, años atrás, le dijo una palabra dulce bailando un bolero. ¿Podremos cambiar esto?

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