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La implacable posteridad

No sé si exista en literatura —y en el arte en general—...

19 de agosto de 2015 Por: Santiago Gamboa

No sé si exista en literatura —y en el arte en general— una idea más sobrevalorada que la de la posteridad, en cuyo nombre se hacen todo tipo de piruetas y cábalas, y que por eso mismo sirve para desprestigiar o encumbrar a ciertos autores, según el viento que sople en una discusión. La regla básica es dar por cierto que la posteridad es un estado humano superior e infalible, que cuenta con los elementos de juicio necesarios para dictaminar con total precisión qué es lo que en realidad valía la pena de cada época y qué cosas merecían el olvido. Desde nuestro presente, por ejemplo, hemos confirmado a autores de modesta celebridad en su tiempo como Kafka, Clarín o Malcolm Lowry, y en cambio hemos ido olvidando a otros que fueron muy famosos pero que se fueron apagando, como puede ser el caso de Conrad Aiken, Somerset Maugham o incluso Ernest Hemingway, cuyos libros, hoy por hoy, son cada vez menos leídos, pues su poética es un espejo en el que nuestro presente, ascéptico y políticamente correcto, encuentra dificultad en reflejarse, y es más bien su leyenda personal la que pervive más allá de sus novelas.Ahora bien, ¿quiere decir esto que los olvidados de la posteridad fueron malos escritores o artistas? Yo diría que no, pues escribir para sus contemporáneos también requiere de talento. Y además, como dijo Bolaño, el destino de toda obra literaria, por genial que sea, es adentrarse en el camino de la soledad y finalmente en el de la muerte, que es el futuro de todo lo que está vivo.También hay ocasiones en que la posteridad se muestra algo testaruda y tarda varios siglos en acordarse de alguien, como fue el caso de Francisco Delicado y su maravillosa obra La lozana andaluza, sepultada en su tiempo por su contenido erótico y por ser el autor un judío converso. La regenta, de Clarín, estuvo casi un siglo sin publicarse como castigo a la furia anticlerical del autor, porque en esos años las autoridades religiosas eran quienes confirmaban o condenaban un libro.Y hay algo más: cuando un autor tiene éxito y alguien quiere rebajar su celebridad, es común oír lo siguiente: “Pero ya veremos qué quedará de todo eso”. Frase que suele decirse con mirada lejana y tono inquisitorial. ¿Pero quién puede saber qué quedará? ¿Podemos estar realmente seguros de que el futuro recordará a Cortázar y olvidará a Stephen King? Viendo el rumbo que ha tomado la cultura, que muchas veces se confunde con el entretenimiento y el espectáculo, y al ver que los más jóvenes son en su mayoría incapaces de leer libros con cierta complejidad, ¿cómo podemos afirmar que nuestra posteridad va a ser más culta y sabia de lo que es nuestro presente?Porque las intuiciones literrias, en el fondo, dependen de un movimiento doble: de un lado que la obra forme e influencie a una generación, de modo que las siguientes, hijas de aquella, la recuerden y veneren (Shakespeare, Homero, Balzac), y del otro que el espacio simbólico de esa obra aún exista o tenga al menos cabida en los mundos futuros. Ambas son situaciones que no dependen del autor, de ahí que sea tan improbable que un artista pueda proclamar, como Fidel, “la Historia me absolverá”, pues las verdades del arte, en el fondo, son presunciones colectivas que pueden desaparecer cuando las metáforas que rigen a una sociedad son reemplazadas por otras.