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Se acabaron los viajes y, paradójicamente, desaparecieron las fronteras en el momento justo en que todas se cierran, amenazantes, para proteger a la población.

24 de marzo de 2020 Por: Santiago Gamboa

Se acabaron los viajes y, paradójicamente, desaparecieron las fronteras en el momento justo en que todas se cierran, amenazantes, para proteger a la población. La idea es vivir dentro de una fortaleza para que el enemigo exterior, la plaga, no logre entrar a nuestros predios, y si lo hace procurar aislarlo hasta que muera. Las fronteras mentales e históricas, las que cruzamos con el pensamiento o el miedo, dejaron de existir.

El virus avanza sin contención y llega a todos los rincones de este frágil planeta y por primera vez en siglos (en los siglos de mi memoria) toda la humanidad está combatiendo al tiempo el mismo problema. Una especie de aldea global sanitaria. Los países, los continentes, se han convertido hoy en los gigantescos pabellones de un inmenso hospital de campo, y a su vez la población global empieza a llamarse por su condición sanitaria: sano, infectado, portador, positivo o negativo, curado, anciano.

El baile de las cifras es el nuevo indicador. ¿Cuántas muertes van en Italia? ¿Ya empezó América Latina? ¿Por qué sube tan rápido España? ¿Por qué tan pocos decesos en Alemania? ¿India está haciendo pruebas? Los héroes de este nuevo planeta son los países curados, las naciones que aplanaron la curva y la hicieron descender, y por eso sus sociedades son modelos para el resto de la humanidad. Son los nuevos buenos de esta moral policlínica universal. “Lo que pasa es que los coreanos del sur y los chinos están más acostumbrados a la vigilancia policial digital que los europeos, y eso los salvó”, nos dice Byung-Chul Han, filósofo surcoreano que es profesor en Alemania. Y así es la cosa.

La salvación de hoy está en el Big Data, en las cámaras de seguridad con control térmico que permiten a las autoridades sanitarias (los nuevos jerarcas del mundo-hospital) detectar mi enfermedad antes que yo mismo sea consciente de ella, mientras camino por la calle, y por eso es muy posible que en una esquina de la ciudad pandémica una patrulla ambulancia me detenga y me lleve a la fuerza con los demás infectados, mientras que yo, como Joseph K, pregunto de qué soy culpable y me toco la frente con el dorso de la mano.

Se dice que el problema de Occidente es que seguimos evitando al Gran Hermano de un Mundo Feliz, de Aldous Huxley, como una realidad no deseable. Aún preferimos huir del control panóptico del Estado y seguir picoteando migajas de libertad individual. Por eso la pandemia va a devorarnos, por querer mantener esa ilusión de libertad. Porque, además, si las sociedades curadas se convierten en modelo, sobre las devastadas planea la culpa.

Ya se oyen frases de este tipo: “Es que son muy individualistas”, “no siguen las reglas”, “son sociedades viejas y caprichosas”. Visto así, el culto a la libertad del individuo defendido por las democracias liberales favorece el contagio, pues la gente busca la salvación individual y se desentiende de la social, como los personajes de El Decamerón, de Bocaccio, encerrados de espaldas al mundo para protegerse.

No. La nueva moral sanitaria nos dice que debemos sacrificar la libertad individual en aras de la sanación colectiva, y para ello es fundamental la vigilancia panóptica. Porque en la nueva moral universal de la pandemia, el héroe es el hombre anónimo que sigue las reglas, el que no es visto en rojo por la cámara con sensor de temperatura.

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