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Compendio de bares y secretos

Si algo he aprendido en tantos años de correrías por el mundo es que además de buenos amigos, una pareja comprensiva, un trabajo no esclavizante y mucho tiempo para el ocio, uno debe tener siempre un bar.

28 de marzo de 2017 Por: Santiago Gamboa

Si algo he aprendido en tantos años de correrías por el mundo es que además de buenos amigos, una pareja comprensiva, un trabajo no esclavizante y mucho tiempo para el ocio, uno debe tener siempre un bar. Esta es la costumbre europea que más admiro y la que, en lo posible, busco imitar donde quiera que voy.

Tener un bar es disponer de un sitio acogedor donde al entrar saludas al barman, te acomodas en la barra, intercambias unas cuantas frases cordiales (pueden ser de política, de fútbol o de la lluvia) hasta que él te pregunta, “¿lo de siempre?”. Lo tuve en París y se llamaba Les Troix Mailletz. Se llama aún, claro, y cada vez que paso por esa ciudad lo único que quiero es que llegue la noche para dejarme caer por la rue du Pétit Pont, entrar saludando a Tony, el taiwanés gordo y brabucón de la puerta, y sentarme en la barra a conversar con María la griega o Stéphanie de Madagascar, que sirven las copas o toman las órdenes de la comida. En una ocasión, un 31 de diciembre, Tony descargó en mi mesa una botella de champagne Moet Chandon y dijo: “Cortesía de la casa”. Su gesto me arrancó lágrimas. La mujer que me acompañaba esa noche aún vive conmigo, 22 años después. Durante la velada Tony bebió buches largos de ginebra con hielo hasta vaciar no sé cuántas botellas. Con menos de la mitad ni el Papa se acordaría dónde trabaja, pero a él nunca lo vi borracho. Mientras estuve en Radio Francia Internacional era común salir de la redacción a medianoche e ir a parar a Les Troix Mailletz, pues al llegar uno se encontraba con amigos noctámbulos, casi siempre periodistas de la Agencia France Presse que hacían el turno de la noche y venían a remojar el gaznate, y así, colgados de nuestros vasos, corregíamos el curso de las guerras, el resultado de los partidos de fútbol, destituíamos ministros y derrocábamos presidentes hasta que Philippe, un serbio que parecía un armario, nos echaba a la calle con los primeros rayos del sol, no sin antes darnos los buenos días.

Tuve otro bar en Madrid, en mis épocas de estudiante: La Blanca Doble, título de una zarzuela famosa. Allí leí, escribí, aguaité, eché globos, desayuné, almorcé y comí, papé moscas, bebí... Recuerdo que para tomarle el pelo al camarero le decía: “Manolo, Manolo, dos con leche y uno solo”. En La Blanca Doble mis amigos me dejaban mensajes, pues yo no tenía teléfono, y su cocinera me hacía platos especiales durante los meses en que tuve úlcera. En ese lugar, durante una fiesta de año nuevo en la que estaba solo, acabé bailando pasodobles encima de la barra, y por supuesto bebí hasta que se me vaciaron los bolsillos, pero el dueño insistió en seguir sirviéndome con un argumento irrebatible: “¡No me da la gana que te vayas!”. Lo bueno de estos bares es que uno no necesita de nadie para estar en ellos. El bar es el amigo, tal vez el psicoanalista o la antigua novia que aún te quiere y te escucha. Adentro hay una atmósfera cálida, un tintinear de vasos que aleja la miseria o el frío de la calle. Y entonces el bar, más que un capricho, se convierte en un refugio. En el envoltorio perfecto de tu alma.

Por cierto que en Cali he descubierto y adoptado el Bar de Al Lado, incrustado en el restaurante El Escudo del Quijote. El Peñón. Un ambiente casi irreal, por fuera del mundo. Como estar dentro de las páginas de un libro.

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