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Los nadies

Los nadies son las manos que levantan ciudades, los pies que no paran de bailar, el corazón que se quiebra celebrando el delirio.

23 de junio de 2022 Por: Vicky Perea García

Muchos en este país están escandalizados porque los nadies ganaron. Y se cortan las venas y le rezan al cielo. Y anticipan desastres y se jalan los pelos.

Muchos aquí creen que es la hora del fin. Que el Apocalipsis está a la vuelta de la esquina. Que las siete plagas no son nada frente a lo que se nos viene encima.

Muchos compran dólares y tiquetes porque, Dios nos proteja, los nadies piensan acabar hasta con el nido de la perra.

Y muchos se preguntan cómo fue posible que los nadies se colaran, con sus zapatos embarrados, a una fiesta a la que no estaban invitados.

Parece inverosímil pero es así. Muchos en este país se acostumbraron a creer que los nadies no existen, aunque están ahí. Y creen que son fantasmas, sombras en el asfalto, nada más que una estadística, ni siquiera ciudadanos.

Pero siempre han estado aquí. Son memoria y son raíz, son sustento y son aliento, el corazón de este país.

¿Dónde estaban esos nadies que hoy tantos miran con recelo, esos que vienen de la nada para alborotar el miedo? Poniendo la sangre, contando los muertos, muriéndose de hambre, llorando en silencio. Y también sembrando. Y abriendo caminos. Y buscando empleo. Y metiendo goles. Y siempre sonriendo.

200 años atrás, los nadies nos dieron el regalo de la libertad. Gracias a ellos Colombia fue, por primera vez, una nación soberana en unidad.
Todo lo que hoy somos y tenemos -de la riqueza a la pobreza, de la ilusión a la frustración, de la conciencia a la demencia- tiene marcada a fuego la impronta de los nadies.

Los nadies fueron los puños de Kid Pambelé en el 73, los pedalazos de Lucho Herrera en el 85 y los cinco goles a Argentina en el 93. Los nadies fueron la fuerza de María Isabel para levantar la primera medalla olímpica en el 2000. Y saltaron por otra, con Katerine, en el 2016.

Un nadie llamado Egan conquistó el Tour de Francia. Otro conocido como Nairo nos dio el Giro de Italia. Y un tal García Márquez, hijo de un telegrafista, nos regaló el Nobel de Literatura. Los nadies, como Diana Trujillo, se van un día sin dinero y sin fortuna, y pasan de limpiar casas a ser ingenieros que envían cohetes a la luna.

Los nadies nos han dado hermosa cumbia y deliciosa gastronomía; vallenato, ciencia, cultura y tecnología; salsa, reguetón y poesía.

Hijos del grito y la calle, de la miseria y del hambre, del callejón y la pena, los nadies no le deben nada a nadie. Miran de frente, caminan sin miedo y están dispuestos a matarse por sus sueños. Son los obreros dueños de este país sin dueño.

Los nadies son las manos que levantan ciudades, los pies que no paran de bailar, el corazón que se quiebra celebrando el delirio. Son campesinos en campo ajeno, tienen los pies como el camino viejo.

Los nadies inventan logaritmos, construyen motores, encienden chimeneas, trasplantan corazones, descifran códigos, curan el cáncer, fusionan semillas y nunca pierden el ritmo. La depresión se la curan sin jarabe porque caminan al compás de la clave.

Los nadies producen y los nadies consumen. Los nadies compran a crédito, honran sus deudas tanto como a sus muertos.

Por encima de todo, un día los nadies despiertan. Y ven todo lo que han hecho y toman conciencia. Y los nadies votan, los nadies eligen, los nadies gobiernan.

Y gústele o no, ese país amnésico, que olvida a conveniencia, hoy tiene que aceptar su existencia.

Y ellos, los nadies, están obligados a hacer hoy mejor que nunca lo que siempre hicieron: sembrar la esperanza, mantenerse limpios, sepultar el miedo.

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