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Una tierra prometida

Las posibilidades de que un niño cuyo padre era un ciudadano negro de Kenia y su madre una mujer blanca de Kansas, nacido en Hawaii, se convirtiera en Presidente de Estados Unidos de América, eran poco menos que cero.

11 de diciembre de 2020 Por: Óscar López Pulecio

Las posibilidades de que un niño cuyo padre era un ciudadano negro de Kenia y su madre una mujer blanca de Kansas, nacido en Hawaii, se convirtiera en Presidente de Estados Unidos de América, eran poco menos que cero. Sus antecedentes paternos eran negros y musulmanes, los maternos blancos del profundo sur rural. Él mismo un mestizo educado en Indonesia que se había abierto camino en Harvard, lo cual lo calificaba para ser abogado de alguna firma prestigiosa que quisiera dar ejemplo de acciones afirmativas. Pero ser Presidente de Estados Unidos, un país con la discriminación racial y religiosa incrustada en su ADN, donde blancos, anglosajones y protestantes eran los dueños seculares del poder, ni en los más locos sueños. Y además se llamaba Barack Hussein Obama.

Lo que cuenta Barack Obama en sus memorias, ‘Una tierra Prometida’, Penguin Random House, 2020, es cómo fue el primero en romper los muchos techos de cristal que retenían a los norteamericanos afrodescendientes en sus carreras, cuya consecuencia era su total subrepresentación en todas las instancias de poder públicas y privadas.
El primer senador negro por Illinois, el primer candidato negro a la Presidencia por el Partido Demócrata, el primer Presidente negro de Estados Unidos. Cada una de esas etapas atrajo sobre él una atención inusitada que lo convirtió muy joven en una figura nacional.

Mucho ayudó que por su creciente notoriedad fuera designado para pronunciar el discurso de apertura de la Convención Nacional Demócrata de 2004. Un joven alto y elegante, de grandes orejas, completamente desconocido que logró por un instante con su oratoria sin igual identificarse con las masas, salió de allí famoso. Él mismo reconoce ese momento como el definitivo en su carrera porque le enseñó que tenía el don de la palabra para llegar a la gente con un mensaje de esperanza y de cambio, que es después de todo, la esencia de cualquier dirigente político.

El libro es de lejos el mejor libro de memorias de un expresidente norteamericano. No es la relación de la agenda del Despacho Oval, puesta en contexto, como sucede con las memorias de Clinton. Es un recuento personal e íntimo de sus ambiciones y temores, del asombro ante su propia audacia, de la convicción de que a un hombre como él le había llegado su momento. Está además admirablemente escrito. Sus descripciones de amigos y adversarios son insuperables, divertidas, agudas. Y sus angustias personales frente a la posibilidad de que cada nuevo reto que se veía obligado a afrontar hiciera daño a su familia, hacen ver que ella era para él lo más valioso. Cada página un homenaje a su mujer, Michelle, tan preparada como él, que deja su carrera para sumarse a sus ambiciones. Es su apoyo, consejera y última instancia para la toma de decisiones.

Dice Obama que Estados Unidos ha cambiado en los últimos cincuenta años de una manera radical por cuenta del reconocimiento a los derechos de las minorías raciales, religiosas, sexuales. Que su triunfo fue la evidente señal de ese cambio, pero que al mismo tiempo ese proceso ha dividido a la nación en dos. De un lado los beneficiarios de esos cambios, del otro quienes creen haber perdido privilegios y poder a manos de los recién llegados, todavía muy poderosos. La difícil sanación el mayor reto. La última elección presidencial, convertida en un penoso espectáculo, es quizá la mejor prueba de ello.

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