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Una fácil adivinanza

Pero si el diagnóstico de esas calamidades es decir que hay un estado mafioso, corrupto, de connivencia entre políticos y empresarios para enriquecerse y mantenerse en el poder.

19 de marzo de 2021 Por: Óscar López Pulecio

La función de los políticos en la oposición es desafiar al gobierno en ejercicio. Descalificar su gestión, denunciar sus carencias y sus debilidades, crear tormentas en vasos de agua sobre sus inevitables equivocaciones. Así funciona la política en todos los sitios donde la opinión pública importa, o sea, donde existe un sistema democrático. Es un juego aceptado, bastante sucio, que tiene límites. Los límites están dados por la cortesía, que consiste en decirle al adversario toda clase de horrores sin irse a las manos, y por el respeto a unas reglas de juego básicas: el mantenimiento de una mínima estabilidad institucional, el debate civil sin intervención de los militares, el acatamiento de las leyes vigentes (aunque se proponga cambiarlas) y la exclusión de la violencia.

No se puede hacer parte del juego democrático, tan implacable, si no se cree en la democracia, que es finalmente la capacidad de una sociedad de aceptar cambios que amplíen los derechos ciudadanos y aumenten su bienestar, sin desembocar en la rebelión. Si un dirigente político considera que hay que poner al sistema patas arriba, es probable que el debate electoral corriente no sea el camino para lograrlo, a no ser que quiera desmantelar la democracia por ese camino, como en Venezuela. Si se plantea ese desbarajuste desde la política se convierte en un factor de temor para el elector corriente que desconfía de muchos cambios al mismo tiempo.

Lo cual no quiere decir que no se estén diciendo grandes verdades. Es la manera de decirlo lo que asusta a muchos, aunque gusta a otros tantos. Cuando se denuncia el agudo proceso de concentración del ingreso en Colombia, la inequidad brutal entre sus ciudadanos, la falta de oportunidades para los jóvenes, la preeminencia del sector financiero frente al sector productivo, la falta de una política de energías limpias y de protección del medio ambiente, el desinterés por cumplir los acuerdos de paz que pueden llevar tranquilidad y desarrollo al campo, la corrupción en el sector público y en la política, la inutilidad de la lucha contra las drogas con la imposibilidad de detener la violencia sangrienta que genera, no se está haciendo otra cosa que describir la cruda realidad nacional.

Pero si el diagnóstico de esas calamidades es decir que hay un estado mafioso, corrupto, de connivencia entre políticos y empresarios para enriquecerse y mantenerse en el poder. Que no existe un sistema democrático, que existe el derecho a la rebelión, y que hay que reinventar radicalmente el sistema y las instituciones para crear una representación real de la gente y un capitalismo social al servicio de los más necesitados, sin decir cómo, cuándo o de qué manera, es lanzar un mensaje inquietante. Es lo que ha estado diciendo Gustavo Petro, con un éxito que lo tiene entre las primeras opciones para la Presidencia de la República.

Ya había planteado esos mismos temas en la pasada campaña presidencial en la cual pasó a segunda vuelta y sacó ocho millones de votos. Es necesario entender las razones por las cuales su mensaje está calando entre tanta gente, y encontrar en el mundo político un diagnóstico distinto del origen de los males nacionales y unas soluciones menos drásticas. Si el mundo político no lo entiende y no ofrece una alternativa diferente a esos problemas, que en realidad existen, no es una gran apuesta adivinar adónde va a ir a parar el poder en Colombia.

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