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Un país de bolsillo

Caen estatuas alrededor del mundo a raíz de la indignación racial producida por el infame asesinato de George Floyd en Minneapolis el pasado 25 de mayo.

26 de junio de 2020 Por: Óscar López Pulecio

Caen estatuas alrededor del mundo a raíz de la indignación racial producida por el infame asesinato de George Floyd en Minneapolis el pasado 25 de mayo. La furia se remonta a los orígenes de lo que quizás es el crimen más notorio de la historia moderna y uno de sus negocios más lucrativos: la trata de esclavos. Pero en el corazón del África negra también sucedieron hechos oprobiosos, a nombre de la filantropía, como sucede con frecuencia.

Quizás el más doloroso de todos, la historia del Estado Libre del Congo, que es de no creerse. En 1876 Leopoldo II de Bélgica crea la Asociación Internacional Africana, AIA, presidida por él mismo, para llevar libertad, educación, bienestar y trabajo al centro de África. Fue tan destacado internacionalmente el interés del rey de los belgas que en la conferencia de Berlín de 1885 en la cual las potencias coloniales se repartieron el continente negro, éstas le entregaron el llamado Estado Libre del Congo, una superficie 80 veces mayor a Bélgica, como su propiedad personal.

Un rey europeo, de un Estado casi nuevo (Bélgica había sido establecida en 1830), que añadía 2,5 millones de kilómetros cuadrados a su peculio personal.

Entre 1885 y 1908 Leopoldo II hace en África de su capa un sayo. Como es dueño de vidas y haciendas, financiado por el gobierno belga, monta un país de su propiedad basado en la más inclemente explotación del trabajo esclavo. Caucho para la fabricación de neumáticos, inventados por Dunlop en 1887, y diamantes, que son eternos. No hay forma de saber cuántas fueron las víctimas de esa explotación civilizadora, pero se calculan en millones.

Un informe presentado a la Cámara de los Comunes británica por el cónsul Roger Casement, que incluía barbaridades semejantes en el Amazonas, produjo un escándalo que obligó a Leopoldo II a ceder su propiedad privada del Estado Libre al gobierno belga, negociación que le representó 50 millones de francos, base de la inmensa fortuna que hoy posee la familia real belga. Pero mientras tuvo la propiedad llegaron millones a sus bolsillos que ayudaron a construir la moderna Bruselas, sus grandes avenidas, sus edificios públicos, sus palacios reales y las estatuas del propio Leopoldo II que los adornan.

A nadie se le había ocurrido hasta ahora llenarlas de grafitis y amenazar su demolición, como ha sucedido a lo largo y ancho de Estados Unidos, con personajes ligados a la comercialización de esclavos. Vale decir que de esa redada iconoclasta casi no se salvaría nadie, pues la esclavitud fue la base sobre la cual prosperó Estados Unidos antes de su desarrollo industrial. Al menos la mitad de la llamada Asamblea de Semidioses que redactó la Constitución de Filadelfia en 1787 era dueña de esclavos.

Lo mismo sucedió con nuestros Padres de la Patria, Simón Bolívar a la cabeza. El trabajo esclavo base de la prosperidad de minas y haciendas de la Nueva Granada hasta bien entrado el Siglo XIX, como lo cuentan con ternura Eustaquio Palacios en el Alférez Real y Jorge Isaacs en María, que son las versiones criollas de La Cabaña del Tío Tom de Harriet Beecher Stowe y de Lo que el Viento se Llevó de Margaret Mitchell, hoy en peligro de proscripción.

Lo más absurdo de la historia es que Leopoldo II fue un gobernante progresista y liberal en su país, al que convirtió en una potencia industrial y se llenó con sus estatuas, que hoy no duermen tranquilas.

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