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Peor con placa

Fue una conquista a sangre y fuego, donde don Sebastián de Belalcázar se distinguió por su ambición y su crueldad. No sobra repasar esa historia.

16 de septiembre de 2022 Por: Óscar López Pulecio

No es una buena idea volver a colocar las estatuas que el pueblo derrumba sin averiguar primero por las razones que llevan a ello. Caen en Ucrania, por ejemplo, los muchos monumentos a la solidaridad soviética cuyos ejércitos liberaron al país de los alemanes, durante la II Guerra Mundial. Así que, una cosa es un acto vandálico o publicitario, y otra muy distinta que sea el resultado de un proceso político.
Lo de Sebastián de Belalcázar no es un tema turístico, ni un asunto de autoridad. Es el resultado de un proceso muy antiguo de empoderamiento de las comunidades indígenas, protegido por la Constitución Nacional y que ha llevado al reconocimiento legal de una deuda histórica que puede resumirse así: los pueblos indígenas originarios fueron aniquilados en una lucha feroz con los conquistadores españoles, los sobrevivientes fueron arrinconados en resguardos, sus tierras fueron dadas en encomiendas a los conquistadores, de allí surgieron las grandes haciendas que crecieron a costa de los resguardos y prosperaron con la mano de obra servil que salía de ellos.

Fue una conquista a sangre y fuego, donde don Sebastián de Belalcázar se distinguió por su ambición y su crueldad. No sobra repasar esa historia. Belalcázar muere en Cartagena de Indias cuando se disponía a viajar a España a defenderse de la sentencia de muerte que la propia Corona española le impuso por el asesinato del mariscal Jorge Robledo, pues las rivalidades entre conquistadores fueron infinitas, y por su crueldad con los indígenas. Vale su título de fundador de ciudades, pero sobre la sangre de los demás.

Cae don Sebastián de su pedestal en Popayán, donde su estatua ecuestre estaba en el morro que era lugar sagrado de los pubenses, a quienes masacró, como se dijo desde su instalación en los años treinta. Con buen criterio, allá se piensa recolocarla en otro lugar. Y cae en Cali donde aniquila las tropas del cacique Petecuy que había reunido varias tribus para enfrentarlo. Aquí lo tumban los Misak, que no son de esta región, pero a nombre de Petecuy, para decir que la lucha es una y que los símbolos de la ciudad deben ser otros.

Cali recoge por su importancia todos esos conflictos. La emergencia de los pueblos indígenas en el departamento del Cauca y en el norte del Valle es un fenómeno social que no se puede ignorar, y hay que tratar con sentido histórico, con prudencia y con la ley en la mano. El Alcalde de Cali ha actuado con esos criterios, que tan poco le reconocen sus detractores, para fortalecer la identidad y la solidaridad de la ciudad, y desarmar la bomba social de tiempo en que se puede convertir.

La estatua de Sebastián de Belalcázar es un símbolo, pero del pasado. Poner a los pies del conquistador una placa laudatoria que atribuye al amor patrio las luchas y sacrificios de los pueblos indígenas, con una lista de tribus masacradas donde no están los protagonistas de hoy, que dice: “Ellos resistieron y murieron con honor defendiendo su territorio y su cultura de la violenta conquista española, quienes llegaron en busca de riquezas y poder”, solo añade injuria a la herida (sin mencionar la sintaxis). Mejor quedaría en un museo, sin placa. Y poner en ese sitio un símbolo que nos represente a todos. ¿Qué tal una escultura de Edgar Negret, quien se inspiró en la cultura indígena para sus soles abstractos, que a todos alumbran?

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