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Foto de referencia. Migración Colombia tramitó la deportación de la colombiana Echeverría desde Suiza. | Foto: Archivo de El País

Fuegos fatuos

Es como un diario íntimo abierto al público lector y carente por lo general de interés para este, al que no le importa la pura opinión ajena.

18 de febrero de 2022 Por: Óscar López Pulecio

Una nota personal, con la venia del respetable, a raíz de la publicación de mi libro Fuegos Fatuos. Pienso que hay una sutil diferencia entre periodistas, literatos, opinadores y columnistas, aunque todos escriban en la página editorial de un periódico, sea impreso o virtual. Los periodistas son aquellas personas admirables que por su profesión se dedican a indagar por asuntos de actualidad, sin otro compromiso que la verdad y la integridad del oficio; cuando se convierten en editorialistas, hacen todo lo contrario, analizan los asuntos desde su óptica personal o sus intereses políticos, lo cual ha sido después de todo el origen de los periódicos. Ambos son oficios importantes que no se deberían mezclar.

Los literatos son quienes hacen literatura en las páginas editoriales. A falta de libros, diría un crítico literario. Pero más bien abren una ventana a la literatura en una sociedad que poco lee y dejan un pequeño rastro fantástico y ajeno a la dura vida cotidiana abrumada por las malas noticias. Los opinadores son aquellos que simplemente dicen lo que les viene en gana sobre todos los temas: sus vivencias personales, las de sus amigos, lo que les pasa o los alegra o les duele. Es como un diario íntimo abierto al público lector y carente por lo general de interés para este, al que no le importa la pura opinión ajena.

El columnista es (o debería ser) un analista de la realidad, difícilmente imparcial pues la ve desde cierta distancia, pero con un punto de vista que es producto de su experiencia, sus conocimientos y su ponderación, tres cosas difíciles de juntar. Trata de entregar una información que sea útil, documentada, reflexiva, atractiva, bien escrita, que no siga la opinión del común, sino que oriente al lector, de quien espera se esfuerce en entender. Sin embargo, por más elaborado que sea el trabajo de un columnista, no hay nada más fugaz que un comentario periodístico. Los medios electrónicos han agravado esa circunstancia porque es inevitable referirse en ellos a la actualidad más inmediata y notoria, de la manera más corta y precisa posible. El impacto de esas palabras es inversamente proporcional a su permanencia.

Hay que defender ese espacio para los análisis más mesurados y profundos, que es casi un último reducto de la libertad de expresión. Sin alejarse de los hechos del presente es bueno usarlos como referencia para hablar de los temas eternos de la cultura, cuya defensa frente a las urgencias de la hora es siempre vigente; o a la historia, para destacar el eterno retorno de los mismos hechos en distintas épocas con distintos protagonistas, pero los mismos resultados; o al repetido ciclo de las economías y al desamparo secular en que deja a tantos; o al predecible comportamiento de la política que es como una serpiente mordiéndose la cola desde siempre.

Las notas del libro Fuegos Fatuos, escritas en los últimos tres años en El País de Cali y en Las2orillas de Bogotá, que generosamente me han acogido, publicadas por el Programa Editorial de la Universidad del Valle, tienen la pretensión de esa permanencia, que en todo caso es muy corta. Por eso las he organizado por temas y en orden cronológico, bajo un nombre evocador: fuegos fatuos. Esas pálidas y fugaces llamaradas que brotan en la medianoche de los pantanos, solo visibles para un afortunado, insistente o pérfido observador, pero con una energía no exenta de misterio.

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