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El perjuro

Sentado en su despacho de La Zarzuela, el Rey Emérito ve pasar...

2 de julio de 2016 Por: Óscar López Pulecio

Sentado en su despacho de La Zarzuela, el Rey Emérito ve pasar su propia vida ante sus ojos en la pantalla de un televisor. Una vida de la que no se esperaba mucho como correspondía al heredero en el exilio de un reino inexistente. Allí está el niño rubio de diez años que baja del tren que lo traía de Suiza para pisar por primera vez suelo español, como resultado del acuerdo entre el Generalísimo Francisco Franco, Jefe del Estado, adonde había llegado por su victoria militar contra los republicanos en la guerra civil, que fue el triunfo del viejo establecimiento español contra quienes querían trastocarlo todo, y el heredero del trono vacante, Don Juan de Borbón y Battemberg. Lo que sucedió en los años siguientes fue el riguroso entrenamiento dirigido por el Dictador para crear un sucesor a su imagen y semejanza, encarnación de los principios del Movimiento Nacional: conservadurista y autoritario; montado sobre un control social implacable por parte del Estado y la Iglesia Católica; monarquista, de modo que a ojos de Franco la restauración borbónica era solo cuestión de tiempo, pero no de su tiempo, puesto que había dispuesto gobernar hasta la muerte. Y después de ella también. Por la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, Franco se reserva el derecho de designar su sucesor. Rompe la tradición dinástica y establece una nueva legitimidad que nace de su propio poder. Juan Carlos de Borbón es designado sucesor, saltándose a su padre, y en 1969 jura ante las Cortes Franquistas su fidelidad a los principios del Movimiento Nacional. Juramento que repite en 1975 cuando muerto Franco es proclamado Rey de España por esas mismas Cortes. Es pues una figura cuya legitimidad nace del régimen franquista, atada inexorablemente a su suerte. En la misa que sigue al juramento Vicente Enrique y Tarancón, Arzobispo de Madrid, lee una valiente homilía que va a ser el abrebocas de lo que vendrá después, sobre la necesidad de crear una democracia en España. El joven Rey quien ha ratificado como Presidente del Gobierno a Carlos Arias Navarro, de la vieja guardia franquista, espera un año y en 1976 nombra a Adolfo Suárez, formado en el franquismo pero joven y moderno, y como si fuera cosa de no creerse ese mismo año se decreta la desaparición del Movimiento Nacional y más insólito aún, la legalización del Partido Comunista Español, cuyo jefe Santiago Carrillo ha acuñado el remoquete de Juan Carlos, El Breve. En 1978 la nueva Constitución ratificada masivamente en un referendo establece la democracia parlamentaria en España como forma de gobierno, presidida por ese Rey, que va a durar 40 años. Dice el hoy Rey Emérito, que él sabía que las cosas tenían que cambiar pero que no podía decirlo, pues su papel era ayudar a crear las condiciones para que sucedieran, como efectivamente pasó. Para el franquismo sobreviviente, que soñaba con durar decenios, fue una traición innombrable, un perjurio. Así funciona la política cuando sus improbables protagonistas resultan visionarios y rompen con el pasado que los ata de tal manera para estar a la altura de los tiempos. La historia española viene como anillo al dedo para ayudar a entender el proceso de paz en Colombia dirigido por un Presidente que debía su legitimidad a una voluntad guerrerista pero que tuvo el valor, la tenacidad y la paciencia para desafiarla e imponer una nueva visión de paz.

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